La incorrección de Shariel
Por: Xavier Jordán A.
Acabo de hacer un descubrimiento súbito. Se llama Shariel Baptista y escribe que da miedo. Los que la conocen me dirán que estoy retrasado, que su primer libro salió el 2009, que ya va por la segunda producción y que me vaya a bañar la nutria por retrasado e ignorante. Está bien, lo admito. Pero quiero dejar constancia que si no estoy al tanto de todas las “nuevas” producciones ni de los “jóvenes y nóveles” escritores de nuestro medio es, fundamentalmente, porque cada vez son más. Aparecen como plagas en todo lado y uno ya pierde la capacidad de estar al tanto de las “novedades” de nuestro mundo intelectual. Lástima, por un lado, pero por otro, bien también. Porque no me van a negar que no todas las “jóvenes promesas” ni son jóvenes ni son promesas. Hay mucha repetición, hay mucha emulación de escritores beatificados, hay mucha narrativa elemental, mucha ausencia de sorpresa y, claro, uno anda sospechando de todo, poniéndose contra la pared cada que le hablan de la “nueva revelación” de la literatura local. Me temo que este no es el caso. Acá se perfila talento que derivará en oficio. Irremediablemente.
No es mi intención en este artículo comentar las bondades literarias de Shariel. No quiero hacer una crítica, no quiero hablar de su manejo del idioma, de las figuras, no pretendo ponerla en comparación con grandes narradores, no me alienta desestructurar el texto en ánimo de comprender la metáfora de la vida. Por lo que leí, otros y mejores lectores y críticos ya lo hicieron. No voy a mejorar en nada la imagen que ya se gestó por sí sola redundando sobre lo mismo. A mí lo que me llama la atención son otras cosas y todas ellas transversalmente guiadas por una certeza: tiene una originalidad incorrecta. Y por el título que tiene esta columna ya se imaginarán ustedes que eso, para el arriba firmante, es una tentación inapelable. Más aún porque no hablaré de ella como escritora sino de ella en cuanto a lo que se nos representa en sus textos. Está deambulando caminos que van entre lo sistemáticamente oscuro y lo extremadamente conmovedor. Las situaciones en las que sumerge a sus personajes y el ambiente que los rodea son desconcertantes. Lo mejor de todo es que se ríe de ellos.
Ramón Rocha acuñó una frase digna del Chueco Céspedes. Cierta noche aciaga comentábamos sobre lo nociva que había sido la influencia de Jaime Sáenz en la “joven narrativa”. Todos querían escribir sobre la noche, sobre la muerte, sobre el dolor, sobre el espanto. A tal punto, decíamos, que la literatura celebratoria, la de la belleza, la risa y la alegría se había desprestigiado de tal manera que, sólo ingresando en las dinámicas de los bajos fondos y pasiones, serías digno del Parnaso. Todos quieren ser Sáenz y sufrir en la noche, borrachos y viendo fantasmas. Y ahí, el Ramón, después de una pausa y como el campeón de esgrima que es, me soltó: “Y a mí no me gusta, hermano, esa literatura de T’aparankus”. Por eso cuando leí sus lindos comentarios sobre la obra de Shariel Baptista, sentí una complicidad maliciosa. Baptista está convirtiendo a Jaime Superstar en una multicolor y fascinante mariposa. Qué cosa más deliciosa leer con cuánta impunidad lo que se estaba sacralizando en el ambiente literario, encuentre en el sentido del humor, en la chispa cotidiana, en las ganas de vivir, un reducto de pleno goce, tan bien escrito y con tanta irreverencia.
Y no es que esos temas obsesivos de la nocturnidad no estén inmersos, de alguna manera, en la obra de Shariel. Están. Sólo que planteados con una tonalidad lúdica de campeonato. Por ejemplo la historia de Clement Dufraisse, un aventurado franchute que va a parar con sus huesos a los Yungas y muere en accidente colosal. Como era natural, el alma de Dufraisse se acongoja ante la evidencia de que tendrá que vagar el más allá en medio de parajes remotos lejos de su París “llena de luces y desamores en francés”. Y con todas las dificultades que eso conlleva empezando por el idioma y terminando por la ausencia de manjares como “les croissants”. Así que, en su vagar en pena, acompañado de las almas que perecieron junto a él en ese fatídico viaje, terminan por caer en un pueblito donde logran apaciguar su tránsito en una modesta celebración popular a la cual, las almas se sumaron y “comieron cuanto pudieron, dejando huecos los platos intactos de sopa, frutas, tantawawas y bizcochos, compartieron las tutumas de chicha de durazno, el guarapo…” Etc. Un festín. Qué habrán hecho en el pueblo tales ajayus pluriculturales que al día siguiente los vivos andaban en estado de confusión total preguntándose a qué se debía tanto desastre. Y claro, era natural que el amartelo del franchute desapareciera al tercer guarapo cuando comentó que “era francés de nacimiento pero boliviano de fallecimiento”.
La narrativa de la incorrecta Baptista está plagada de frases felices. En realidad es una colección de aguijonazos que brillan por originales, por traviesos y por compactos: “La verdadera felicidad visitaba por primera vez a Adelaida en su propia casa. Pero ella muy amablemente le cerró la puerta”. Diciendo. Ese tipo de mordacidad acompaña perfectamente sus historias extravagantes, en veces, y muy cotidianas, paradójicamente. Hay un cuento que se llama “Salven al niño” que va relatando el malestar que siente un padre ante su wawa. Todo le molesta al paterfamilias del neonato. Su aspecto, su color, su olor, sus gestos… Y ¿qué quieren que les diga? Uno se va identificando con el horror que siente el pobre hombre ante ese engendro del demonio recién nacido. Memorable es también la historia del tipo que salva su vida por cambiar de lugar con otro por culpa de una viga que atascaba la puerta de huída y “Desde entonces, se ha abandonado en las manos de su Dios, a quien cree único poseedor de las coincidencias y las vigas atascadas”. La señorita Shariel Baptista está más loca que una cabra y eso le da a su literatura una frescura endemoniada, una sagacidad potente en el relato y un valiosísimo destino de escritora incorrecta. O sea de las que valen la pena. Quiero mencionar otra frase contundente, que aunque pertenece al cuento más normal, al más de contenido social, al menos incorrecto, no deja de ser una frase bien puesta y tremendamente sugestiva: “Mi nombre es Galaiel y soy un ángel a sueldo”. Dixit. El ángel, en realidad, es esta mina que escribe lejos de los barroquismos propios de nuestros pagos, muy lejos de las pretensiones grandilocuentes y tremendamente distante de los impostores de turno y de los t’aparankus. Se llama Shariel Baptista y escribe que da miedo.
Fuente "Revista Cultural La Ramona/Cochabamba"