Saenz personal : Cecilia Romero y una mirada a la obra del mitico poeta boliviano
Por Cecilia Romero M.
Gozando de buena salud, Jaime Saenz (1921), en la carne de Hermenegildo Fernández, personaje narrado por el autor en su obra “De Vidas y Muertes”, hace de la melancolía una máquina del tiempo hecha de tacto y olor. El territorio de la propia infancia tiene un batán de piedra y una forma para moler llajwa. En la casa de los abuelos, los domingos se arman apoteósicos banquetes y los invitados comiendo lloran riendo, así como los comensales de la casa de Fernández ubicada en la paceña calle Canónigo Ayllón, una que tiene tres patios, cuarenta cuartos, nueve tiendas y cinco garajes. Ahí se festejará todo lo que se puede festejar, se cocinarán macabras recetas picantes, se bailará día y noche, mientras la sangre de conejos, chanchos y gallinas igualará en exceso a cualquier revolución. Lindo sería morir como Hermenegildo al pie del cañón, devorando espléndidos picantes.
Recorriendo la distancia con la cartografía de Saenz sobre La Paz, vamos a descubrir otro mapa de la ciudad, una que él vivió de noche y durmió de día.
Urbe de tránsito y atropello, de fatalidad y decisión. Un lugar de caos que no ha roto, sin embargo, su propia armonía interior. Entonces, será necesario navegar, viajar a La Paz, una ciudad que pierde su estigma de lugar no lugar cuando se lee a Jaime Saenz.
Caminar por las calles, Socabaya, Abdón Saavedra, bajar por la Linares, contemplar el Illimani, oír el lejano rugido del Choqueyapu, sentir la fuerte presencia aymara en sus calles, en sus lugares. Por cierto, esta ciudad, espacio vital de creación del autor, hay que recorrerla a oscuras, así como Felipe Delgado (1979), hombre buscador de brújulas, que navega en un mar de noche.
Hemos de visitar la morgue con cierta frecuencia y tener claramente un muerto favorito, así como se relata en “Piedra imán” (1989), una autobiografía que tiene un tono más personal y autobiográfico, donde también se narran las desventuras y venturas de la vida matrimonial y la búsqueda del hogar al caminante que sabe que en la promiscuidad está la forma más árida de la soledad.
“Si hay errantes y peregrinos, es porque recorren incesantemente los caminos en pos del hogar. Un clavo retorcido, una astilla de madera, un objeto cualquiera, representa ya el hogar, en la medida en que el referido objeto ansía un lugar.
¿Y qué es un lugar? Un lugar, en definitiva, no es sino eso que se llama la patria; un cielo, una agua, una tierra. Nadie podrá olvidar la significación del hogar, sino a riesgo de perder irremisiblemente su propia interioridad. Pues el hogar es el solo hito que te permite identificar el lugar que ocupas en el mundo” (Piedra Imán)
El autor descrito por algunos como uno que tenía obsesión por la muerte, tiene más matices que ese, hay una obra dentro de la gran obra que atestigua un destino en relación con las mujeres, las mujeres que rodearon a Sáenz y que son la materia, la naturaleza muerta a ser revivida en la narración. Mujeres para las cuales hay una mirada fatal y amorosa, de fuerte potencia poética.
El horno de la poesía iluminará la oscuridad, la búsqueda de lo profundo y vivir la verdadera vida. Es en su obra poética donde Jaime Saenz es monumental, “El escalpelo” (1955), “Aniversario de una visión” (1960), “Visitante profundo” (1964), “Muerte por el tacto” (1967), “Recorrer esta distancia” (1973), “Bruckner. Las tinieblas” (1978) y “Al pasar un cometa” (1982), evidencian al Jaime Saenz personal, el autor que uno se apropia, porque en su prosa poética está la cartografía de la ciudad adentro, lugar recóndito en el que guardamos nuestros secretos y donde deambulamos en nuestra propia feria de lo desconocido.
En esa piedra de batán se muelen en igual medida el olvido y la memoria. La espera, el vivir aprisa, la ciudad que tiene dos lados, luminosa cuando se ama y toda noche cuando el que se queda es uno y los otros se van, parten a otras geografías o a la muerte, la ciudad final.
Recuerdo con especial nostalgia, esa época en que el poema “Como una luz”, era el testimonio de saber que el desencuentro y la ausencia eran el plato fuerte del día.
“Llegada la hora en que el astro se apague, quedarán mis ojos en los aires que contigo fulguraban. Silenciosamente y como una luz reposa en mi camino la transparencia del olvido” (Como una luz).
Ahí en esa mirada abierta, infinita, en el mapa del doliente, se festeja la soledad, porque la geografía impera, uno no puede mirarse el ombligo por mucho tiempo, hay que salirse, ver a trasluz la nitidez del olvido. La poesía de Saenz tiene la virtud de nunca subrayar el dolor de lo doloroso, sino que se hace más inquietante en el secreto que esconde.
“A la vista del río, que lava de males a los habitantes y los mantiene despiertos, y que socava la delgada corteza que sostiene a la ciudad debajo de la cual se oculta un gran abismo, no me dirigiré a ti por un momento y deseo de tenerme en lo que habitas y habita en ti y también en mí, y percibir la forma, angosta y alargada de la muerte, en la substancia húmeda y dura del cristal que le sirve de vivienda, y conocer la manera de ser y no ser como la muerte, que sabe crecer de arriba hacia abajo” (Aniversario de una visión).
El Saenz personal que ha impregnado, con su a veces diabólica presencia, nos sobrevivirá, no sabiendo bien si es él nuestro muerto favorito, porque como diría “El muerto no es el muerto, sino quien lo recuerda”, entonces, es mejor no precisar si las imágenes de su entierro son totalmente reales. El Saenz íntimo seguirá viajando por una carretera solitaria y se recostará en el suelo del altiplano a mirar las estrellas, sintiendo que podría caer al oscuro cielo estrellado, buscando la clave, el mecanismo, las fórmulas de alquimista para vivir en lo profundo. El Jaime Saenz personal, sigue gozando de buena salud en la piel de Hermenegildo Fernández, otro muerto dudoso. Así sentados, codo a codo, gimiendo ayes dolorosos por la comida picantosa, en una fiesta eterna, en ese rincón donde se come y se baila, iluminando en cada vuelta de cueca la ausencia, la ironía, la simplicidad, la violencia y la fuerza del paisaje, condiciones vitales que se imponen tanto para el que narra y para el que mira.
La autora es Premio Nacional de Cuento Adela Zamudio 2007 con “El grito de la mariposa” y publicó el libro de cuentos “Entre las horas”, en 2010.
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