Por Adolfo Cáceres Romero
Por varias razones y, esencialmente, porque nos vemos en la necesidad de establecer, en la comprensión histórica de los fenómenos sociales del país, la importancia de sus manifestaciones literarias, reivindicando la producción poética de nuestras culturas aborígenes más representativas (aimara, quechua, callawaya y tupiguaraní, especialmente), por cuanto ellas son la base sobre la cual se sustenta nuestra identidad cultural, como germen de una tradición que no ha desaparecido, a pesar de los afanes de los colonialistas. Y como no ha desaparecido, tampoco es aceptable remitir su estudio únicamente al periodo precolombino, como un curioso antecedente que se ha perdido en la legitimación de una literatura más “culta" por urbana, oficializada por las élites dominantes. Así pues, debemos reconocer --en buena hora-- la existencia de varios sistemas literarios diferentes, según las regiones del país.
En los tiempos primitivos la poesía y el lenguaje formaban parte de un modo de vida trascendental en la 1ibre expresión de sus sentimientos y motivaciones, ligadas casi siempre a las elucubraciones míticas de su entorno vital. Ahí el canto no se regía por modas ni leyes estéticas preconcebidas; cuanto más antiguo era su lenguaje, aquel era más popular. El pueblo se configuraba como nación no en base a su territorialidad, sino atendiendo el núcleo esencial de su pensamiento, de sus emociones y cantos. Además, la expresión poética se daba junto a la danza y la música, ritualizada; así nació el canto como una forma rítmica de las grandes emociones colectivas; es decir que la poesía quechua, por ejemplo, apareció sujeta al espíritu colectivo de las comunidades del imperio incaico. Sus raíces surgieron de las entrañas de esos pueblos, al ex-presar emociones y sentimientos colectivos.
Asimismo, la importancia de una lengua se mide por las genialidades de su literatura, sin importar si ésta es oral o escrita; de otro modo, el griego clásico no tendría nada que ver con el ciclo homérico, ni el quechua con los cantos del Ollantay. Para Herder, en el lenguaje de la lírica se plasma el carácter de una nación, constituyendo una unidad indisoluble la lengua, la poesía y el pueblo. Ha llegado el momento en que los jayllis, arawis, takis y demás formas poéticas, sean estudiados con mayor profundidad, a fin de alcanzar la formulación teórica de su esencia estética.
Desde luego que no es tarea fácil deslindar la concepción poética del pensamiento indígena del europeo; o sea emprender el estudio de sus propios principios literarios, de sus categorías axiológicas, criterios estéticos, etc., teniendo en cuenta que éste es un terreno aún no transitado por los estudiosos de las letras aborígenes. Sobre esta base se desarrollará, tarde o temprano, el estudio de su historiografía. Algo más, según Adolfo Colombres: “la historia de un pueblo no será otra cosa que la historia de la realización de su alma". Y, ojo, con el espíritu de este mismo investigador planteamos que deslindar también es liberar por cuanto procuramos "acabar con la desgarradora dicotomía de los países en vía de desarrollo de un yo autóctono y un super yo occidental que sólo sirvió para reforzar la estratificación social, desde que participar de las "bondades" de la cultura europea ha sido siempre privilegio de una élite, mientras que las clases bajas se ven forzadas por la miseria a guarecerse entre los vapuleados trastos de su tradición. Estas élites, y los que las sustentan ideológicamente, traicionan al pueblo y su cultura".
Los historiadores de la Literatura Boliviana
Resulta incipiente el panorama historiográfico de nuestras letras nacionales, cuando nos remitimos al punto de partida de quienes, con cierta autoridad, se ocuparon de su evolución histórica; punto en el que apenas hallamos un brote embrionario, distante a su resultado original, por cuanto los más le asignan a esa literatura un comienzo impreciso, sometido a las "bondades" del conquistador español "que nunca pretendió legarnos buenamente los secretos de su arte literario. Lo que heredamos nos vino más por gravitación histórica, antes que por voluntad estética. Afortunadamente todavía traducimos al hablar o escribir en español, cuando nos percatamos de nuestra identidad. Y no siempre nos damos cuenta de que no le debemos tanto al pensamiento europeo como para negarnos un ápice de originalidad. Todos esos historiadores conciben que las letras nacionales, al igual que las del resto del continente americano, son una prolongación, más o menos afortunada, de las literaturas del viejo mundo. Para ellos todo el arte es exclusivo de ese ámbito cultural, legitimado al aroma de un pensamiento positivista que todavía los mantiene asidos al periodo decimonónico, cuando Andrés Bello, Juan Bautista Alberdi, José Victorino Lastarria, Miguel Luis Amunátegui, etc. discutían sobre el criollismo de las letras hispanoamericanas.
A título de modernos y civilizados, muchos de los historiadores bolivianos se muestran identificados con todo lo que implica adelanto científico, pero un adelanto procedente de la Europa del siglo XIX, cuando estructuraron su mentalidad positivista a partir de las líneas férreas, los vapores, los bancos, los tratados de comercio, etc. sin que el indio tuviera lugar en ese concierto progresista, a no ser como objeto decorativo, folklórico. Desde luego que no nos extraña que en 1862, Santiago Vaca Guzmán considerara que "la raza quechua no ha prestado concurso alguno, por impotencia, para la formación de la literatura boliviana. Lo que nos extraña es que ya en 1922, un intelectual como Ignacio Prudencio Bustillo, sostuviera que “el indio es más apto para el trabajo material de arañar la tierra o ahondar en sus entrañas, que para atormentar su cerebro con las elevadas especulaciones intelectuales”, cuando ya se conocía la existencia del Ollantay y también se había descubierto la Nueva Crónica de Felipe Guamán Poma, aparte de otros hallazgos arqueológicos y artísticos que hablaban de la magnificencia de las culturas indígenas. Asimismo, también nos extraña que, tanto Rosendo Villalobos como Juan Francisco Bedregal y Ángel Salas, en el lujoso volumen con que en 1925 Bolivia conmemoraba su primer centenario como nación libre y soberana, se continuara con el criterio de que la literatura boliviana: “como casi todas las de nuestra América –a decir de Juan Francisco Bedregal--, no es, no puede ser sino el reflejo de las que la nutrieron y principalmente de la de España que, al dotarle de su lengua, la dejó virtual y definitivamente incorporada a su dominio espiritual”. Lo que nunca pudo entender --como el resto de los negadores-- es que el espíritu no reside en la lengua, que es un instrumento, sino en el hombre y su medio; en su morada, su cultura, costumbres y vivencias.
Dieciocho años después, o sea en 1943, Enrique Finot comienza su Historia de la Literatura Boliviana, planteando la posibilidad de establecer la existencia de una literatura boliviana. Según su enfoque tainiano, considera que todavía no se puede hablar de una literatura netamente boliviana, por cuanto ni la raza, ni el medio, ni el momento histórico, le son propicios no sólo a Bolivia, sino también a todas las letras de nuestra América de habla española o portuguesa. En primer lugar, sostiene Finot que “la raza, propiamente hablando, aún no está formada, o más bien carece de unidad”. “En cuanto al medio –prosigue--, de suyo diverso, aún dentro de una misma nacionalidad, como ocurre en México, en el Perú, en Bolivia, con diferentes climas, producciones y formas de vida, tampoco es elemento de fusión capaz de gravitar en la formación de un alma colectiva. El momento histórico es todavía muy breve para la creación de una cultura propia, que pueda tener expresión en una literatura original, característica".
Finalmente, 38 años después, para Fernando Diez de Medina: "Los dos mayores males de la producción literaria en la América Meridional: la falta de originalidad en el concebir, la ausencia de una técnica formal para expresar". En el Prólogo a la cuarta edición de su Literatura Boliviana (1981), que la anuncia actualizada, a pesar de sus incongruencias no corregidas --señaladas oportunamente por Enrique Vargas Sivila--, Diez de Medina se muestra anacrónico e incompetente para asimilar las nuevas corrientes de la literatura universal. "Muchos piensan que para ser escritor --dice-- hay que imitar a los "monstruos" europeos, norteamericanos o del "boom" latinoamericano, llámense Joyce, Kafka, Sartre; o Faulkner, Dos Pasos, Hemingway; o Cortázar, García Márquez, Lezama Lima". Con tal pobreza de recursos, indudablemente que no se puede construir una literatura, si nos atenemos al juicio de Ángel Rama que considera que “si la crítica no construye obras, sí construye una literatura”. Y como lo acabamos de ver, mal podemos construir nuestra literatura nacional, al carecer de una crítica idónea, aparte de René-Moreno y Carlos Medinaceli. Conste que ninguno de los dos hizo historia, aunque sí podían hacerla con gran ventaja. En los historiadores anteriormente estudiados, encontramos más una recopilación de datos, en torno a un autor, que la sistematización de un proceso literario. Ellos, por lo general, articulan las características de un escritor en un riguroso orden cronológico; además, Finot reduce el enfoque de su "Historia" a factores externos a la obra misma. En tanto que Diez de Medina, en un panorama por lo general negativo y contradictorio, reduce la obra de un autor a un conjunto arbitrario de influencias, dando preeminencia a las fuentes que el presupone valederas. No deduce el efecto por la causa. Cuando critica a los románticos, por ejemplo, lo hace subjetivamente, partiendo de sus gustos personales, sin comprender el momento histórico que analiza. "No hay huellas de Goethe --dice--, de Schiller, de Holderlin, de Novalis, abunda en cambio la imita-ción a Balzac, a Dumas, Hugo, Lamartine, Vigni". Es incongruiente, por cuanto confunde géneros. Al cuestionar los modelos de la narración, ignora la atracción que ejercía en ese entonces la literatura francesa sobre nuestros escritores. París era el centro vital del mundo artístico del siglo XIX; por ello, muchos poetas y escritores del romanticismo americano estuvieron en la llamada “Ciudad luz”, antes que en Berlín o Weimar. No debemos olvidar que aún Ricardo José Bustamante, nuestro máximo poeta de entonces, escribió sonetos nada desdeñables en lengua francesa, estando en París, en 1845. Años después, en esa misma ciudad, Alcides Arguedas, escribiría su novela “Raza de Bronce”.
Por todo lo expuesto, me he visto en la necesidad de proponer el estudio de nuestras letras con un nuevo enfoque, que en el primer volumen comienza con las literaturas aborígenes: Aimara, Quechua, Callawaya y Tupiguaraní, abarcando con ellas –desde el periodo precolonial a nuestros días— las distintas regiones de nuestra heredad nacional, o sea la zona andina, los valles y los llanos orientales; asimismo, presento la traducción del khipu Pachakamaj, con una breve exposición sobre la clave de su elaboración; el segundo volumen trata del periodo colonial; el tercero de los periodos independentista y republicano, culminando con el cuarto, dedicado al siglo XX. Es probable que luego incida en lo que va del siglo XXI, especialmente en torno a la novísima narrativa.