sábado, enero 10, 2009

Impulsos de la actividad teórica

H. C. F. Mansilla


Impulsos de la actividad teórica:
cómo se inspira un intelectual incómodo
en un medio que privilegia la astucia en cuanto principio vital




Siempre pensé que mis escritos interesarían solamente a algún erudito imprevisible de tiempos futuros. Elaboré mis libros y ensayos pensando exclusivamente en algún oscuro investigador de siglos venideros, con el altivo y único propósito de dejar para la esquiva posteridad el testimonio de alguien que no se plegó a las tendencias de moda, a las grandes líneas ideológicas predominantes y a las imágenes de la estulticia generalizada que producen los medios masivos de comunicación. El principio rector que me ha guiado es muy simple, y lo escuché durante mi época estudiantil en mi alma mater, la Universidad Libre de Berlin. Son las famosas palabras del novelista británico George Orwell, el autor de la utopía negra “Mil novecientos ochenta y cuatro”: la única labor del intelectual es decir al público lo que este no quiere escuchar. Esto me ocurrió hace cerca de medio siglo, cuando las universidades alemanas irradiaban todavía principios humanistas y antes de que estas instituciones se convirtieran en centros de formación de técnicos y tecnócratas, un fenómeno que afecta a casi todas las universidades del mundo. En mi época universitaria la enseñanza más valiosa era poner en cuestionamiento lo obvio y sobreentendido y dudar de las modas avasallantes del momento, precisamente por encarnar la fuerza normativa de lo fáctico. El triángulo sagrado conformado por los conceptos centrales de desarrollo, crecimiento y progreso – la religión contemporánea en el Tercer Mundo – llegó entonces a ser uno de los objetivos más importantes de la crítica y el debate. Es importante señalar, empero, que decir lo que la gente no quiere oír constituye una misión intelectual que no brinda réditos materiales ni reconocimiento de ninguna clase, y mucho menos una audiencia política aceptable.

En el otoño de la vida uno se acuerda con gratitud de sus maestros. Ellos me enseñaron el entusiasmo por las ideas, la admiración ante la belleza del cosmos y el asombro frente a las patologías de la vida social. Y la necesidad de combinar todo ello con rigor y disciplina para esclarecer lo que parece incomprensible. Si bien no podemos pretender una comprensión cabal de la realidad, debemos en cambio usar nuestros esfuerzos intelectuales para construir un camino precario y provisorio que nos permita vislumbrar algo cercano a la verdad, si es que existe algo tan inasible como la verdad. Siguiendo este programa, he tratado desde la primera juventud de evitar dos extremos: la seguridad dogmática en torno a presuntas verdades establecidas por creencias inconmovibles, por un lado, y el escepticismo doctrinario con respecto a nuestras capacidades cognoscitivas, por otro. Los asuntos humanos se mueven generalmente en medio de un complejo entramado de tonos grises, en el cual las certidumbres adquiridas duran poco tiempo, pero donde tampoco se puede postular el todo vale o el relativismo categórico de los postmodernistas en cuanto principio rector permanente.

Por ello supongo que no existe una evolución siempre positiva del género humano, que nos conduciría indefectiblemente a un desarrollo óptimo para todas las sociedades a escala mundial, pero tampoco hay que adscribirse a un pesimismo histórico inexorable, pese a las monstruosidades que representan una buena parte de la crónica de los mortales. Desde la primera juventud tuve una gran simpatía por autores dedicados a la filosofía de la historia, debido probablemente a un factor autobiográfico. En la infancia conocí la tradicionalidad de sociedades agrarias y fuertemente religiosas y, al mismo tiempo, la modernidad de un orden altamente urbano, industrializado y laico. Viviendo entre dos mundos - como diría Jorge Lazarte - me preguntaba por qué las sociedades se desarrollan de forma tan diferente unas de otras.

Mi libro Evitando los extremos continúa una ya larga reflexión en torno a temas como el sentido de la evolución de las sociedades latinoamericanas a largo plazo, la comparación y confrontación de estas últimas con otras grandes áreas del Tercer Mundo y la elaboración de un juicio valorativo bien fundado sobre la calidad de lo alcanzado en América Latina y Bolivia. Estos motivos están en estrecha relación con los dos problemas que más me han preocupado a lo largo de la vida: la cuestión ecológica y la persistencia de la cultura política del autoritarismo, pero igualmente con el gran dilema del presente: el carácter imitativo de los paradigmas de desarrollo, precisamente en aquellos regímenes que pretenden ser una alternativa diferente al modelo encarnado por la modernidad occidental.

Uno de los puntos centrales de este libro es el debate contemporáneo entre las teorías que postulan la preeminencia de un modelo normativo de desarrollo (el surgido primeramente en Europa Occidental) y aquellas que proclaman la diversidad fundamental de todos los regímenes civilizatorios, que serían entre sí inconmensurables, incomparables e irreductibles a un metacriterio de entendimiento común. Esta problemática lleva a examinar con algún detenimiento la ya dilatada discusión entre la doctrina que decreta la existencia de leyes obligatorias de la historia y aquella que niega esos decursos forzosos de la evolución de las sociedades. La posición aquí esbozada es una intermedia. Un sentido común guiado críticamente nos sugiere evitar los extremos. No deberíamos, por un lado, postular la vigencia universal e irrestricta de normas racionalistas emanadas del desenvolvimiento de la modernidad occidental, y por otro, no podemos aceptar que existe una variedad tan enorme de valores normativos y modelos de organización social, que resultaría imposible hacer comparaciones y confrontaciones y menos aun establecer jerarquías y gradaciones de calidad, habitabilidad y perdurabilidad entre ellos.

Es altamente improbable la existencia de leyes obligatorias de la evolución histórica, como las que propusieron, desde perspectivas muy diferentes, Hegel, Marx y Comte, pero que tenían en común el postular la modernidad alcanzada por algunas naciones de Europa Occidental como ejemplos de un desarrollo bien logrado y, por ende, paradigmático. De allí hay un paso en suponer que la historia moderna de Europa Occidental sea prácticamente la evolución modélica que deberían seguir, al pie de la letra, todas las sociedades del planeta. Pero, por otra parte, no debemos aceptar las teorías hoy tan difundidas del deconstructivismo y postmodernismo, que propugnan un relativismo axiológico muy marcado y, en la práctica, una evidente indulgencia con respecto a cualquier régimen autoritario en el Tercer Mundo. El percibir y tomar en cuenta estas gradaciones y jerarquías entre los modelos civilizatorios no implica de ninguna manera la aceptación ingenua de la positividad perenne del progreso material y de las pautas actuales del consumo masivo. Y menos aun conlleva la idea de que la democracia actual de masas, practicada en el mundo capitalista, representaría la culminación racional del desenvolvimiento institucional. Reconocer que unas tradiciones culturales son menos autoritarias que otras y que unas prácticas políticas son más razonables que otras, tiene que ver con un sentido común guiado críticamente. Debemos atrevernos a juicios valorativos bien fundamentados sobre las cualidades intrínsecas de todos los regímenes sociopolíticos del planeta. Muchos aspectos de la vida diaria en la mayoría de las sociedades del Tercer Mundo y la configuración de sus hábitos políticos no son sólo modelos diferentes del europeo occidental, sino sistemas de ordenamiento social que denotan un arcaísmo mantenido artificialmente, una herencia totalitaria enraizada en profundidad y un nivel organizativo que ha sido superado por la evolución planetaria. Esas identidades basadas doctrinariamente en la diferencia, como las divulgan las teorías de moda, resultan ser algo inhumano e impracticable en la vida cotidiana.

La intención general del libro es proponer una teoría del sentido común guiado críticamente, aplicable al espacio de los asuntos histórico-sociales. Se trata, evidentemente, de un esbozo provisorio. En todo el libro no existe una definición minuciosa de este teorema. Siguiendo a mis maestros de la Escuela de Frankfurt, evito definiciones de los conceptos centrales, y más bien trato de explicitarlos a lo largo del texto, a menudo de manera indirecta. Para ello interpongo numerosos ejemplos políticos e históricos, que son analizados en algún detalle. Espero que el lector se dé cuenta del interés que siempre he profesado por los pormenores empíricos y los aspectos testimoniales (una herencia de mi padre), y del poco cariño que siento por meros edificios de palabras, por más brillantes que parezcan ser. De ahí proviene mi poca simpatía por muchos autores postmodernistas y afines.

En este contexto es útil referirse a algunos temas centrales que no han merecido la atención debida de parte de las ciencias sociales bolivianas. Quisiera mencionar algunos de ellos porque su esclarecimiento tiene que ver estrechamente con un sentido común crítico. Se puede privilegiar una visión intelectual que haga énfasis en las rupturas y los cortes revolucionarios que ha sufrido el país, pero también es importante un análisis que estudie las notables continuidades que subyacen a la evolución de esta nación. Entre estas últimas se puede mencionar las siguientes: la expansión de la cultura política del autoritarismo en todos los sectores sociales y étnicos, el poco interés por la perspectiva de largo plazo, el prestigio muy limitado atribuido a la institucionalización de la administración pública, la escasa consideración de los derechos de terceros, la tendencia a la anomia generalizada, es decir a la ley de la selva, y la clara preeminencia de que goza la astucia sobre todas las formas de inteligencia. En una sociedad fuertemente tradicionalista como la boliviana, la actuación adecuada de todo individuo está dirigida a embaucar sistemáticamente al prójimo o, por lo menos, a intentarlo. La divisa normativa de esta gente es la mencionada y criticada por Alcides Arguedas: piensa mal y acertarás. Constituye también una estrategia de defensa, un procedimiento para hacer frente a enemigos reales o imagina­rios, contra los cuales no se puede o no se debe luchar de frente. Esto presupone un plan de estrategia instrumen­tal para neutralizar los intentos de engaño que provienen de los otros. La astucia, y no la inteligencia, es, en el fondo, lo que predomina sin excepción en la esfera política. Pero los partidarios de las mañas y artimañas, de las trampas y zancadillas con efectos políticos - en Bolivia y en cualquier parte - olvidan una dimensión fundamental de la problemática. Francis Bacon, el gran pensador y estadista británico, explicó que hay una diferencia importante entre la sabiduría genuina y la perspicacia práctica: el pícaro puede moverse muy bien en los entresijos del poder y las instituciones mediante una estrategia instrumental, pero no comprende el conjunto ni puede percibir los fenómenos que van allende lo muy conocido. El bienestar de la sociedad a largo plazo exige conocer a tiempo las connotaciones a largo plazo de todo proceso, y por ello la sabiduría sería un bien superior a la astucia.

La generalización del estado anómico, la prevalencia sistemática de la astucia sobre la inteligencia y la disgregación de las instituciones pueden conducir a la naturalización de lo fáctico, como la describió Franco Gamboa Rocabado al examinar este fenómeno. Se acepta lo existente en un momento dado como si fuese lo lícito y lo sensato, y luego como si fuera la única norma fundamental de vigencia social universal y, por ende, lo único éticamente recomendable. Así se legitimiza las costumbres del instante por ser las predominantes y se justifica las prácticas del lugar por ser las exitosas de la coyuntura. El resultado final es aceptar como lógico y permanente el código convencional de la astucia - es decir: lo momentáneo por excelencia -, lo que equivale a una declinación civilizatoria, a una caída en niveles histórico-culturales que ya habían sido superados en etapas anteriores.

El sentido común guiado críticamente se apoya, por lo todo ello, en un análisis sobrio de los diversos fenómenos de autoritarismo, que nos muestra las imbricaciones existentes entre el progreso material, el desarrollo tecnológico, la decadencia del individuo, el rol de los medios masivos de comunicación y la instauración de un populismo modernizado, que puede tener, paradójicamente, una enorme resistencia a cambios razonables. Estos regímenes muestran un marcado desinterés por la protección de ecosistemas en peligro y, en general, por medidas pro-ecológicas favorables al medio ambiente en el largo plazo. El Tercer Mundo exhibe a comienzos del siglo XXI un amplio abanico de regímenes que pueden desembocar en un totalitarismo abierto. Se trata de sociedades ya urbanizadas y semi-industrializadas, en las cuales se puede constatar una población dilatada de individuos atomizados, que viven un desamparo existencial y que están a la espera ansiosa de la figura paternal-patriarcal que les enseñe sin muchas contemplaciones el sendero correcto. Y en esta constelación encontramos a una contra-élite revolucionaria convertida en la nueva clase política, celosa de sus prerrogativas, rutinaria en sus valores de orientación, convencional en su comportamiento y extremadamente egoísta a la hora de compartir la responsabilidad gubernamental.

Evitando los extremos sin claudicar en la intención crítica es un texto que intenta esclarecer para el propio autor una temática compleja, y representa, en el fondo, un llamado a la tolerancia. Como decía uno de mis grandes maestros, al final de la carrera y de la vida se sabe menos que al comienzo, porque se percibe claramente la fragilidad de los grandes modelos, la futilidad de todo esfuerzo sostenido, la debilidad de nuestra especie y la inclinación de los humanos de repetir los mismos errores bajo ideologías que pretender ser innovadoras y atrayentes. Y hasta la felicidad individual aparece como el tenue resplandor de unos instantes, la dicha de ciertos momentos y, ante todo, como la falsa seguridad que proviene de nuestras confusiones y, sobre todo, de nuestras nostalgias. Pero aun así, en medio del proceloso mar de las dudas, no hay que abandonar, como enseñaron los estoicos, una actitud serena y un vestigio de esperanza.
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