viernes, enero 09, 2009

El mundo de ayer, la comprensión de nuestros límites

H. C. F. Mansilla




Los aportes razonables del ámbito premoderno

Todas las sociedades requieren de una cultura común aceptada más o menos voluntariamente, sobre todo en lo referente a valores de orientación y principios de orden, lo que a menudo implica la vigencia colectiva de ciertos prejuicios. Como estos, en el fondo, no se pueden evitar, lo razonable es discriminar entre prejuicios que hayan permitido ulteriormente un régimen más humano y democrático y sistemas socio-políticos que arrastran elementos totalitarios a lo largo de muchas generaciones. Aunque esto suene extraño - y mucho más en la era de la exitosa cultura popular -, hay que insistir en el hecho de que élites relativamente esclarecidas, como las aristocracias hereditarias de Europa Occidental, realizaron a lo largo de siglos un aporte indispensable y poco conocido para la configuración y la consolidación de un orden social más o menos razonable. Una de las instituciones más fértiles y sólidas para el desarrollo posterior de la democracia ha sido el parlamento, que durante muchísimo tiempo fue el órgano para la representación permanente y eficaz de los intereses corporativos de la nobleza. Las aristocracias de Europa Occidental coadyuvaron a la implantación de una atmósfera de confiabilidad, reconocimiento mutuo de intereses y respeto a la llamada alta cultura, una atmósfera sin la cual el despliegue del racionalismo y el florecimiento de la Ilustración no hubieran sido posibles. Esta constelación resultó propicia para el establecimiento del Estado de Derecho y de pautas colectivas de comportamiento de índole protodemocrática.

La existencia de una estructura social con diferentes clases (y privilegios) no es un obstáculo a una cultura democrática, si esa estructura brinda estabilidad emocional, si tiene la suficiente porosidad para permitir el paulatino ascenso de amplios sectores poblacionales, si fomenta, aunque sea de manera incipiente, una mentalidad favorable al autocuestionamiento y a la investigación científica y si, de modo racional y creíble, hace manifiestas las limitaciones que son inherentes a toda obra humana. La modernidad democrática en Europa Occidental estuvo antecedida por una constelación histórica, que se caracterizó por normativas que promovían confiabilidad y previsibilidad, por una estructura social que dejaba ver claramente los estratos privilegiados y sus fronteras y por una compresión protocientífica de la función positiva de límites y limitaciones.

Una de las conquistas irrenunciables de la modernidad es la conformación de un número elevado de personalidades sólidas, capaces de servirse de sus facultades racionales en forma autónoma y, al mismo tiempo, de sentir un respeto auténtico por sus congéneres, justamente en medio de una diversidad de opiniones e intereses materiales. Para esto se requiere de cualidades que, paradójicamente, florecen en un ambiente premoderno. Una sociedad razonable es aquella cuyos miembros experimentan un reconocimiento mutuo, sentimiento que abarca, su vez, comprensión, autoconfianza, amor, estima, o resumiendo, solidaridad. Estos lazos firmes de reciprocidad, uno de los rasgos positivos del mundo pre-industrial y preburgués, son, como se sabe, indispensables para que se logre la moderna autorrealización de las personas autónomas. Axel Honneth ha mostrado que los enfoques atomistas y extremadamente individualistas de la sociología política, que reducen la vida social (1) a la lucha por la autopreservación, (2) a la competencia agresiva de todos contra todos y (3) a la conquista y consolidación del poder mediante la utilización inteligente y astuta de la racionalidad instrumental, no logran dar cuenta de la complejidad del mundo social. En su teoría del reconocimiento, basada en G. W. F. Hegel y su concepción de la intersubjetividad, Honneth sistematiza la dimensión de la reciprocidad y la inclusión del otro para entender la gramática moral de los conflictos sociales, y su teoría es probablemente más rica y compleja que las numerosas y diversas concepciones del individualismo a ultranza.

Representantes de la Escuela de Frankfurt han llamado la atención acerca de la relevancia actual de algunos rasgos del mundo premoderno. Entre las ventajas de una niñez protegida y preservada de lo excesivamente profano y prosaico, se hallan la imagen de la utopía conjeturada y del hogar añorado, la protección sin represión, el poder ser candoroso sin peligro, el ser recompensado sin tener que demostrar rendimiento. En ciertos periodos históricos, como la fase del capitalismo clásico de la segunda mitad del siglo XIX, la estructura familiar contribuyó a formar individualidades fuertes, orientadas según el paradigma de un padre económicamente autónomo, políticamente liberal, moralmente estable, que irradiaba seguridad y confianza. Según Max Horkheimer la imitación de este padre era la fuente de una personalidad perspicaz en cuestiones mundanas e inclinada hacia una ética consistente, mientras que la madre representaba la esfera de la espontaneidad, el ámbito del calor familiar y la posible conexión con la esfera del arte y la literatura. La curiosa resistencia y fortaleza de la familia justamente en épocas de crisis y desgracias nos muestra que su fin no está tan cerca como lo suponen sus detractores postmodernistas.

Pero, por otra parte, no hay duda de la evolución siguiente. El desarrollo ulterior del capitalismo y de casi todos los otros modelos socio-políticos ("el mundo administrado" de Horkheimer) ha significado que la familia como tal perdió relevancia económica y moral; al no tener el niño paradigmas sólidos para orientarse y contar sólo con un padre de carácter débil y una madre demasiado ocupada en su profesión y sin amor suficiente para la generación joven, se diluyó una importante fuente para el surgimiento de individualidades vigorosas. En un ambiente de crisis prolongada este contexto puede suscitar una personalidad autoritaria: el individuo se apoya en figuras e instituciones sociales que suplantan la autoridad paternal y despliega una tendencia a rechazar todo impulso de autorreflexión y a imitar acríticamente los modelos casi obligatorios de comportamiento que le sugiere la moderna industria de la cultura. Se pierden cualidades reputadas ahora como "burguesas y anticuadas" (la confiabilidad, la perseverancia, la laboriosidad, por un lado, la autonomía de juicio, el respeto a la pluralidad de opiniones, el alto aprecio por el Estado de Derecho, por otro), que han demostrado ser razonables e importantes para una vida bien lograda; su pérdida conlleva el empobrecimiento de la vida individual y social en el presente. Ahora lo predominante es la falsa identificación entre lo general y lo particular, el uniformamiento de los fenómenos estéticos y la alta probabilidad de convertir al espectador en un mero consumidor: la "industria de la cultura", vislumbrada por la Escuela de Frankfurt.


La modernidad en cuestionamiento

Tenemos entonces hoy en día una situación signada por múltiples factores de muy distinto origen, pero vinculados entre sí, lo que diferencia la era contemporánea del mundo de ayer, es decir de la época que concluyó más o menos hacia 1914. Entre estos factores se hallan: la disolución de la estructura familiar clásica, la erosión de la llamada alta cultura, la pérdida de la inocencia en la infancia, la dificultad de dialogar con el prójimo, el desprecio por la historia, el relativismo axiológico, la indiferencia por las grandes creaciones artísticas y literarias y hasta la desaparición del buen trato entre los mortales. Exponer estos fenómenos no constituye una crítica cultural anticuada, anacrónica y nostálgica del pasado. La falta de tradiciones no es sólo una circunstancia lamentable, sino una peligrosa: esta carencia es la que socava la resistencia a lo autoritario y la que facilita la integración en modelos civilizatorios dogmáticos.

Tal vez el factor negativo más importante del presente sea la declinación del sujeto individual. Para varios pensadores postmodernistas este es, en cambio, un logro de proporciones ecuménicas. Para matizar esta aseveración hay que recordar que el arte genuino, como el de Samuel Beckett, ha tratado este fenómeno con distancia crítica y un dejo de nostalgia y generosidad, y no como un motivo de regocijo. El individuo no ha desaparecido del todo, obviamente, pero el hombre actual es el que se ha quedado a mitad del camino en el despliegue de su propio potencial cultural y lo ha sustituido por destrezas tecnocráticas.

Hoy las formas de socialización y la influencia de los medios masivos de comunicación han conducido, según Richard Sennett, a la ruptura con los valores de orientación representados por las generaciones mayores. El resultado no es tan favorable como lo creen los teóricos de la globalización: un hombre flexible y moldeable, por un lado, y la declinación irremediable de la esfera pública, por otro. Este ser humano vive en un estado permanente de extrañamiento, desolación y confusión - la corrosión del carácter -, aunque se halle a tono con todas las modas y normativas de la postmodernidad. Es tan flexible que no conoce ni aprecia lealtades permanentes; para él todo es coyuntural, momentáneo, pensado en el corto plazo. Siempre está preparado para pasar inmediatamente de una empresa, una ideología, un empleo, un domicilio, a otros lugares de trabajo y otras modas de pensar, según los requerimientos de sus empleadores. Este hombre nómada tiene poquísimos lazos con las generaciones que le siguen; no personifica ningún valor digno de ser seguido por sus propios hijos. Las relaciones interpersonales, incluyendo las más íntimas, se convierten en algo temporal y ocasional. Esto fomenta en grado muy elevado la destructividad, que ya es inherente al orden social: un "capitalismo volátil", en el cual numerosos individuos experimentan un sentimiento difuso pero perenne de malestar. Este narcisismo autorreferencial no encuentra valores de orientación en su dilatado ego. La vida social e individual pierde continuidad, y deviene un conjunto de fragmentos, sin una confianza primaria que sólo se obtiene en una familia y una sociedad estructuradas en forma más o menos sólida y orientada al largo plazo. El resultado es paradójicamente una "caída en la masa" en medio de un individualismo desenfrenado, porque se ha horadado la "unidad nosótrica", la instancia indispensable, prerracional y supra-individual, de claro cuño premoderno, en la versión estrictamente moderna del proceso de individualización y auto-identificación.

Zygmunt Bauman cree que a causa de la globalización ha aumentado la impotencia de las instancias políticas clásicas: las élites, por ejemplo, están cada vez más aisladas de las masas, precisamente en la era de la democracia masiva. Las aristocracias tradicionales, que se autojustificaban como ejemplo, guía e imagen de la nación, derivaban su poder de un pacto implícito: su responsabilidad por todo el conjunto social. La clase alta ha perdido hoy toda noción de responsabilidad, que siempre está asociada de alguna manera al largo plazo. Ralf Dahrendorf ha observado que la nueva élite dominante, de carácter y alcance mundiales, viaja mucho y cruza fronteras cada momento, pero sólo conoce y se mueve en el ambiente uniforme y anónimo de aeropuertos, hoteles, bancos y, obviamente, en el ámbito de la tecnología más novedosa. Pero esta clase, según Dahrendorf, rechaza la dimensión nacional en todo, empezando por la política y terminando por la cultura; le son indiferentes las redes tradicionales de solidaridad, la creciente desigualdad social, las convenciones locales y los hábitos regionales, los anhelos particulares de cada país y las necesidades de cada región. Este nuevo estrato, dice Dahrendorf, termina siendo un peligro para la democracia.

La alta cultura, propia del mundo de ayer, puede ser calificada de anticuada y depasada, afirmó Herbert Marcuse, pero ha sido la manifestación de formas libres de vida, contrapuestas al mundo astutamente normado y uniformado de la producción y la administración del presente. Lo positivo de la alta cultura es neutralizado en la actual sociedad de masas: la igualdad y el igualitarismo propagados por la democracia contemporánea diluyen el potencial crítico de las grandes obras de la cultura y mantienen, bajo formas larvadas y muy eficaces, la perennidad del poder político.


La decepción generada por las nuevas élites

En el Tercer Mundo, donde las aristocracias tradicionales han sido reemplazadas por élites funcionales modernas, de cuño marcadamente tecnocrático, el resultado es decepcionante: una vez en el poder, las nuevas clases altas se consagran, al igual de las anteriores, a asegurarse de rentas que les permitan un buen ingreso financiero sin ningún esfuerzo organizativo o empresarial. Las reformas institucionales son mínimas, pero, eso sí, muy bien publicitadas y exhibidas sobre todo ante los ojos de la cooperación internacional. Las élites contemporáneas tienden, por lo general, a reproducir e intensificar los nexos de nepotismo, corrupción y prebendalismo de épocas pasadas. Instituciones y procedimientos modernos, como elecciones pluralistas y el uso masivo de medios de comunicación, pueden en algunos casos aumentar las tasas de corrupción, dificultar la gobernabilidad e intensificar la criminalidad cotidiana. En un estudio sobre la situación nigeriana, un distinguido estudioso llega a la conclusión de que hoy en día las elecciones generales - totalmente democráticas - requieren de un enorme gasto financiero y un esfuerzo inmenso para movilizar momentáneamente a las masas de los votantes, lo que ocasiona en los candidatos la necesidad de recuperar la "inversión" realizada y premiar a votantes y ayudantes mediante la multiplicación de puestos y favores.

Las elecciones, como uno de los factores distintivos de la democracia contemporánea, no son suficientes para establecer una cultura democrática sólida y consagrada simultáneamente al Estado de Derecho. Ernest Gellner escribió que antiguas tradiciones asentadas en valores colectivistas, combinadas con intolerancia religiosa, generan en el mundo islámico formas y redes contemporáneas de solidaridad, que a menudo son dirigidas por organizaciones mafiosas, independientemente de la celebración regular de elecciones y de la construcción de burocracias impregnadas de racionalidad instrumental.

La mejor representación de estas nuevas élites es la cleptocracia que se apoderó de las principales industrias y de los recursos naturales de Rusia después del colapso del comunismo en 1991. Se trata de la fracción más astuta de la vieja nomenclatura soviética, desinteresada totalmente por una auténtica democracia y, a la vez, adversa a la antigua nobleza rusa, pero que ha comprendido que una forma adecuada de gobierno es la instauración de un régimen formalmente democrático, la celebración de elecciones pluralistas y, al mismo tiempo, la manipulación de votantes mediante viejas estrategias y nuevos medios de comunicación. En un sistema de este tipo, no hay lugar para una genuina aristocracia autónoma, que pueda ofrecer resistencia seria a un gobierno y a una burocracia que han conservado casi todas las costumbres del pasado totalitario. El rule of law funciona paralelamente al rule of arrangements, la democracia al lado de la autocracia. Las capas dirigentes revolucionarias, como tal vez lo fueron algún día en Cuba, no son realmente distintas a los estratos privilegiados del presente. Siempre constituyeron contra-élites muy convencionales, ávidas de poder y privilegios, consagradas a establecer su predominio político sobre el resto de la sociedad, pero disimulando este apetito tan humano bajo la cortina de humo del igualitarismo y del simbolismo revolucionarios.

Este tipo de régimen político no es privativo de los países sucesorios de la Unión Soviética, sino que, bajo algunas variantes, ha tenido una expansión mundial. El establecimiento de la democracia y la introducción de la economía de libre mercado en países africanos y asiáticos, que estuvieron durante décadas bajo dictaduras socialistas, trajo consigo una sorprendente expansión de prácticas corruptas, el renacimiento de redes clientelísticas basadas en antiguas tradiciones familiares y, ante todo, el surgimiento de una nueva casta de empresarios neoliberales, que eran hasta hace poco altos jerarcas comunistas. El régimen de economía privada contribuyó a que esta nueva clase social se apropie individualmente de fondos y empresas estatales, borrando los límites entre lo público y lo privado - fronteras que nunca fueron muy sólidas - y estableciendo un sistema neopatrimonialista muy usual en tiempos actuales, y todo eso en medio de elecciones correctas y pluralistas y sin que nadie se asombre demasiado. No hay duda de que las viejas-nuevas élites se sienten a gusto bajo el sistema democrático.


La tradicionalidad y el problema de los límites

Ante este conjunto de calamidades debemos dirigir un vistazo crítico al pasado para aprender de los aspectos positivos que tuvo la tradicionalidad en las estructuras familiares, en las pautas de comportamiento de sus antiguas aristocracias, en el ejercicio de una religiosidad moderada y en reconocer las fronteras a las que está sometida la actividad humana. Los límites y las limitaciones tienen funciones esenciales para preservar toda forma de vida y todo sistema organizativo; sin limitantes y frenos sería imposible la evolución biológica. Lo mismo vale para la vida social, y esta es una de las grandes ventajas de la sociedad premoderna y, en general, de las tradiciones. Una institución que no respeta límites es, por ejemplo, la mafia. Hablar apologéticamente de "competencia irrestricta", "crecimiento sin topes", "globalización sin confines", "sociedades sin fronteras" o "democracia sin limitaciones", es desconocer la complejidad e ignorar deliberadamente las consecuencias letales de los fenómenos a los cuales se les quiere atribuir la cualidad de lo siempre expansivo y prácticamente infinito. Los resultados ya visibles de los procesos de globalización (como la competencia irrestricta) nos muestran la destrucción de los bienes comunitarios, la reducción del ser humano a mero recurso, la transformación del ciudadano en consumidor, el desmontaje de varios aspectos positivos ligados al Estado de bienestar social y la conversión de la democracia en un espectáculo mediático dirigido por oligarquías prepotentes. Como afirmó Hans Jonas, los mejores sistemas sociales son paradójicamente los precarios: aquellos que conocen sus límites y limitantes, los que poseen metas modestas, los que no apuestan por el crecimiento irrestricto, el progreso incesante y la abundancia perenne, los que se eximen de la utopía de querer alcanzar el mejor de los mundos y los que se consagran más bien a responsabilidades concretas en favor de las generaciones futuras.

Las creencias religiosas tienen que ver con verdades y convicciones que no pueden ser sometidas a negociaciones y elecciones, como si fuesen demandas e intereses políticos. Hoy en día prevalece la suposición de que estos últimos, a su vez, no tienen que coincidir con verdades históricas o metafísicas y tampoco tienen que concordar con los principios de veracidad. Pero los horrores acaecidos durante el siglo XX, los dilatados fenómenos de corrupción e ineficiencia y la extrema frivolidad de la política cotidiana nos llevan a la conclusión de que la reducción de la política a la racionalidad instrumental y a una actividad tecnocrática no ha constituido la solución adecuada ni la evolución más feliz de los últimos tiempos. La concepción clásica de la política como continuación de la ética y las enseñanzas de las grandes religiones sobre los límites del quehacer humano todavía nos pueden brindar elementos de orientación más o menos aceptables, precisamente en una era en la cual todo factor y símbolo de orientación tiende a diluirse. Pensadores postmodernistas, cuyas teorías parecen tan adecuadas al proceso de globalización, sostienen que debemos conformarnos con la idea de que los valores de orientación representan sólo una nostalgia humanista, una huida hacia sentimientos colectivos de certeza y seguridad que ya no existen y que ya no pueden existir dada la complejidad del mundo actual. De acuerdo a esta posición sería igualmente ilusorio el anhelo de un sujeto actuante en el proceso civilizatorio, al que le podríamos exigir responsabilidad por sus actos y previsión racional, pues todo esto sería un moralismo anacrónico. En cambio Hans-Georg Gadamer propuso respetar parcialmente la tradición y la autoridad como un acto de conocimiento científico y reconocimiento de un saber superior. Se trata de elucidar un sentido histórico: el esfuerzo de conservar la tradición es un acto de la razón, porque reconoce discerniendo entre lo rescatable y lo desechable de la misma.


La Escuela de Frankfurt y lo rescatable de la tradición


Ante estos dilemas y aporías es conveniente retornar a algunas reflexiones de la Escuela de Frankfurt. Variando un aforismo de Theodor W. Adorno, arduo de traducir, se puede decir que la vida de un intelectual debe ser pensar lo absoluto y soportar lo prosaico y cotidiano. El esfuerzo teórico debe contener "la fuerza explosiva del decir no". Hay que reflexionar atrevidamente: no hay que dejarse influir por la fuerza de las convenciones y de lo ya pensado. Pero la cosa es mucho más compleja. No se debe despreciar la tradición, ya que esto es como olvidar premeditadamente el sufrimiento acumulado. No hay, por otra parte, que exaltar una determinada tradición, pero si se elimina una de ellas, empieza la "marcha hacia la inhumanidad". En un hermoso pasaje afirmó Adorno: Una sociedad emancipada no debería ser una sociedad del uniformamiento, sino "la realización de lo general en la reconciliación de las diferencias". Una política inspirada en el humanismo no debería propagar la igualdad forzosa y forzada de los seres humanos ni siquiera como idea regulativa. La situación óptima es aquella donde reina la posibilidad de ser diferente sin sentir miedo.

En un texto totalmente olvidado, Theodor W. Adorno se refirió a valores de orientación positivos que han sido resguardados por los verdaderos marginales a partir de la segunda mitad del siglo XX: los artistas y los sobrevivientes de la antigua nobleza. Hoy en día, afirmó Adorno, aristócratas y artistas poseen en común un rasgo fundamental: no son burgueses en el sentido como los describieron Marx y Balzac. No están sometidos al principio de rendimiento y al intercambio mercantil de equivalentes. En la actualidad aristócratas y artistas no tienen habilidades para la esfera de lo cotidiano y pragmático, ni valores de orientación que los guíen en asuntos terrenales; por ello rara vez son exitosos. Por regla no ejercen un poder político o económico. Su atractivo es independiente del poder y la riqueza. La irradiación que es propia de algunos nobles se debe ahora al antiguo brillo de los apellidos y a los hechos históricos asociados a estos. Pese a todo han preservado un comportamiento signado por la desenvoltura y la generosidad. Aristócratas y artistas despiertan el recuerdo de algo familiar y, al mismo tiempo, perdido. En el mundo moderno causan la impresión estar desamparados e indefensos; esto origina una solidaridad tácita con ellos. En la época actual el individuo genuino corre el riesgo de la soledad y el aislamiento. Según Adorno el trabajo ideal sería el de un artista, que combina la libertad de objetivos con el dominio del material: una razón mimética con un esfuerzo teórico.


Conclusiones provisionales

Ningún periodo histórico puede ser calificado como realmente bien logrado. Pero sería un acto de injusticia e ingratitud el afirmar que toda la historia humana constituye únicamente un continuum inescapable de represión e irracionalidad. Existen periodos rescatables, donde los seres humanos adoptan un comportamiento colectivo con marcados signos de cordura y prudencia. Para no citar los conocidos ejemplos de la Antigüedad clásica, aquí menciono la época que va de la Guerra Franco-Alemana al inicio de la Primera Guerra Mundial. En la llamada belle époque (1871-1914) de Europa Occidental confluyen algunos factores y elementos que contribuyeron a configurar un periodo histórico más razonable y más vivible, obviamente en términos relativos. Este "mundo de ayer" - como lo denominó Stefan Zweig - fue también el tiempo de la dorada seguridad, de las esperanzas moderadas, del progreso material indudable, pero no precipitado y peligroso para la existencia misma del planeta. Entonces el mundo podía ser comprendido en su totalidad; la economía no estaba bajo la coerción de un crecimiento acelerado e incesante, y la sociedad no vivía bajo el imperativo de transformarse cada día en algo nuevo, lo que a la postre resulta ser algo monótono y uniforme. La ciencia y la tecnología registraban avances diarios, pero los credos religiosos no habían perdido aun su fuerza y su autoridad. Cada año tenían lugar reformas políticas, que en el fondo significaban una democratización de la sociedad y una ampliación de las posibilidades de ascenso social. Pero simultáneamente las clases altas tradicionales mantenían todavía una clara prevalencia, aunque de modo discreto y compartiendo el poder con otros grupos y estratos. No se daba el igualitarismo larvado de hoy, donde la distancia entre élites y masas es mayor que en tiempos anteriores, aunque gobernantes y gobernados, ricos y pobres vean los mismos programas de televisión y se regocijen con ellos. En aquel tiempo ninguna clase podía medirse con la aristocracia hereditaria en cuanto a prestigio social y cultural, lo que ahora resalta positivamente frente a la influencia y las actuaciones de la plutocracia y la cleptocracia dominantes. Existía un sistema mixto de gobierno (monarquía, aristocracia y democracia), como lo habían preconizado los clásicos - Aristóteles, Polibio, Cicerón - desde épocas muy pasadas. En las actividades artísticas y literarias se ensayaban cotidianamente nuevos estilos y experimentos y se intentaba de forma vehemente la revolución en los campos de la estética y del comportamiento colectivo, pero todo ello mitigado aun por el buen gusto y el peso de una gran tradición. Todos los estratos sociales querían mejorar su nivel de vida, pero en términos moderados, de modo que su realización no implicaba la destrucción global del medio ambiente.

Pero no todo lo que relucía era oro. El mismo Stefan Zweig reconoció que ese "mundo de ayer" era un palacio de sueños y ensueños, el lugar de la ilusión. Pero en ciertos aspectos, y donde uno menos lo espera - la composición de las élites, la función de la religión para mostrarnos nuestras limitaciones, las actitudes estoicas frente al infortunio -, ese mundo desaparecido puede brindarnos algunos elementos de inspiración y conocimiento.

No hay duda de que la historia ha sedimentado heridas y cicatrices en nuestro pensamiento, en nuestra capacidad teórica y hasta en el lenguaje. Pero también ha preservado el recuerdo de épocas mejores. Como nuestro pensamiento no está totalmente enredado por las trampas de los contextos sociales y comunicacionales del presente, podemos todavía superar la regresión social de la actualidad por medio de un esfuerzo racional, y en ello nos puede ayudar el análisis del pasado y de sus fenómenos positivos.
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