El aporte literario de Salvador Romero
En Salvador Romero P., que acaba de fallecer, se encarnaban dos intereses raros en la literatura nacional: el interés por los pocos intelectuales que ha producido el país a lo largo del tiempo: sus mentalidades, sus lecturas y sus difíciles relaciones con el contexto cultural en el que actuaron; y el interés de escribir para un público más amplio que el académico.
De esta conjunción surgieron los tres principales libros de Romero: La recepción académica de la sociología en Bolivia, Las Claudinas- Libros y sensibilidades a principios de siglo en Bolivia y el último que dio a imprenta: El nacimiento del intelectual. Los tres son importantes para elaborar una historia de las ideas bolivianas, tarea cuyos cimientos plantó Guillermo Francovich a mediados del siglo pasado, y que Romero y otros (no muchos) han continuado ulteriormente. Los tres pueden leerse con facilidad y provecho; sólo poseen el aparato erudito imprescindible y muchos de sus capítulos aparecieron primero como artículos de publicaciones periódicas. Son, por tanto, libros de ensayos, y esto es lo que define a Romero para quienes no pudimos conocer su pensamiento por la cátedra: Más que como el “sociólogo” del que hablan los obituarios de estos días, como el ensayista y el columnista que se esforzaba por enseñar y entretener a sus lectores con reflexiones sobre los temas en los que se entrecruzan cultura y sociedad.
En su columna semanal, Salvador Romero escribió en torno a todo tipo de fenómenos culturales, desde los últimos avances de la comunicación electrónica, hasta los novelistas de moda, pasando por la vida cotidiana de La Paz y otras ciudades que visitó. Sus libros, en cambio, están acotados por una demarcación temporal: se refieren a las tres primeras décadas del siglo XX; así como por otra de índole onomástica: estudian a un conjunto no muy numeroso de autores bolivianos.
Todos estos escritores pueden considerarse “intelectuales” en el sentido actual de esta palabra, es decir, hombres de letras que ejercían un “magisterio público” con cierta incidencia política. Pero, además, todos ellos escogieron expresarse a través de la narrativa. Por eso figuran Alcides Arguedas, Armando Chirveches, Jaime Mendoza, Demetrio Canelas, Adolfo Costa Du Rels y, algo anacrónicamente, Carlos Medinaceli. Y no está, en cambio, Franz Tamayo, aunque quizá fuera el mejor escritor-intelectual de este periodo, tomando en cuenta que Creación de la pedagogía nacional se publicó en 1910. Pero Tamayo no hizo novelas, como los otros, y a Salvador Romero lo que más le gustaba era leer novelas y encontrar en ellas, apartando el velo de la ficción, pistas reales sobre el autor y, en especial, sobre su época. No las pistas en las que se cifra la vida material, sino las que conducen a reconstruir los cambios mentales. De ahí por ejemplo su preocupación por los libros que leían los personajes de estas novelas -que en general pueden etiquetarse como “modernistas” e “indianistas”- y la influencia que revelan del positivismo, por un lado, y de la crítica al positivismo por parte de la filosofía vitalista (sobre todo Schopenhauer y Nietzsche), por el otro.
Con este método, Romero explicó cómo el ideal de las élites: mantenerse fieles a su cada vez más remoto origen europeo, se derrumbó en las primeras décadas del siglo XX, anonadado por la fuerza vital y el éxito pecuniario que había adquirido “lo cholo”. Los narradores simbolizaron esta transformación social por medio del “encholamiento”, o concubinato de un blanco con una mujer mestiza, que “sufren” los protagonistas de narraciones como La Miski Simi y, claro está, La Chaskañawi. Esta tesis se ha convertido en moneda de uso corriente en las ciencias sociales bolivianas.
Con su cultura, inteligencia y buen ánimo, Salvador Romero enriquecía el escenario periodístico y editorial del país. Su pérdida empobrece el panorama literario y, por tanto, la vida de todos nosotros’ Nos queda, sin embargo, el consuelo de la frecuentación de sus libros.
Página Siete – La Paz
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