Giovanna Rivero : “Siempre he creído que la relación entre violencia y literatura es natural”
Por: Giovanna Rivero BBC Mundo
A comienzos de este milenio se puso de moda entre los escritores jóvenes bolivianos decir que la política nos era tan ajena como la posibilidad de criar hijos en Marte.
El peso mineral de los socavones de angustia y el melancólico fracaso de nuestras dos guerras, la del Pacífico y la del Chaco, habían dejado marcas tan incómodas como cicatrices de acné en nuestra recién globalizada psiquis posmoderna.
Internet había llegado para desflorar nuestra mediterraneidad y ya no teníamos por qué seguir escribiendo temas etnocéntricos por mucho que mutaran en nuevas realidades.
Llegaron, un poco tarde pero llegaron, los relatos de sexo, mentiras y videos. El ansiado intimismo carveriano nos ofrecía esferas de creación en clave de película independiente con guión escaso y finales con mucho oxígeno. No queríamos nada que se comportara sospechosamente ideológico. Quizás confundimos ideología con política y en ese equívoco reside el necesario paréntesis que las nuevas generaciones decidieron tomarse antes de ponerle otra vez el pecho a la bala.
Por suerte, las cosas se están bifurcando. Probablemente comenzamos a darnos cuenta de que el extremecultural make up de “la era Evo Morales” implica un cambio radical de los paisajes materiales e inmateriales de Bolivia y esto, por supuesto, despierta nuevas estéticas, doblega la fe voluntariosa de los treintañeros en el teclado autorreferente, aprieta mejor la trenza entre ética y estética, y entonces el deseo de ir a la misma velocidad de la historia, o por lo menos de jugar a la velocidad histórica, acelerando, decelerando, fractalizando, se vuelve irrenunciable.
Siempre he creído, y cada vez lo creo más, que la relación entre violencia y literatura es natural, genética, adeneica.
Escribir es un acto violento, cuántico: la complejidad de la vida, sus profundas contradicciones, su autodestrucción, todo eso en una sola imaginación, en un solo texto, ¿no es para cagarse de miedo? No importa, algunos escritores bolivianos ya anidan el olvidado y vicioso anhelo de la totalidad, la Gran Placenta, y la realidad, ese afuera que codificamos como “lo social” o “lo político”, comienza a interesarles de distintos modos.
Por supuesto, recorrer el puente moral es una tarea dura y vieja como el sueño del apocalipsis. ¿No fue Adorno el que trazó los límites de lo indecible y muchos, un poco por obediencia y otro por flojera, se tatuaron en la frente el paradigma?
Tiene otro tinte la decisión del poeta mexicano Javier Sicilia de acogerse al silencio tras el asesinato de su hijo. No más poemas, no más. Solo los fantasmas escuchan las palabras que el poeta ha decidido incinerar antes de cifrarlas en una gramática para el mundo.
Este “ayuno” impuesto y autoimpuesto tiene que infligir una herida, invisible aún, pero huella negativa de todos modos, en el cuerpo de la cultura. Copula el poeta mudo con la violencia para castigarla, amarla, desmembrarse en el arte, decapitar el poema, barbarizarse.
Pero de ahí a asilarse en el silencio desnudo, sin los riesgos de la representación, de ahí a abominar de la literatura como traductora del horror callejero hay pasos que ya se dieron justo en el sentido contrario.
Bolivia, por ejemplo, ha comenzado a narrar su violencia siglo XXI desde la distopía. Algunos textos de ciencia ficción, cyberpunk andino o fantástico kitsch relatan las naciones dolorosas que coexisten en una patria esquizofrénica.
Allí, en el corazón de las tinieblas sabemos que solo la literatura puede vincular, sin asco o con él, la imagen (y la posible verdad) de un muchacho aymara ardiendo en una pira llamada “justicia comunitaria” y la soledad brutal de una adolescente fea de clase media. Y sabemos que solo ese vínculo joven, ideológico y promiscuo nos salvará.
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