lunes, agosto 20, 2012

La historia y sus perfidias



Por: Mijail Miranda Zapata

Lo primero que me viene a la mente al leer el título del último libro publicado por la Editorial El Cuervo, La mañana después de la guerra, es el epígrafe usado por Sebastián Antezana en su novela El amor según. Éste pertenece a Susan Sontag y reza: “Las fotos nos trasmiten cierta imagen de la guerra vinculada al acontecimiento, al estallido. Pero lo crucial de la guerra es lo que sucede después. ¿Cómo se fotografía lo que sucede después?”. Ese parece ser el dilema principal que se plantea Boris Miranda, autor del libro. La cuestionante resulta aún más compleja y exquisita en el contexto de un país, como todos, donde la guerra -en términos simbólicos y también concretos- no cesa desde los principios de su historia como nación.

La mañana después de la guerra indaga los hechos que circunscribieron, ya sean como antecedentes o consecuencias, la masacre perpetrada en El Porvenir en septiembre de 2008. El autor plantea una correlación histórica con la derrota sufrida por las fuerzas mineras y sindicales en 1986, dentro de fracasada movilización iniciada contra el neoliberalismo promovido por el MNR, que terminó por instaurarse en el país con nefastas consecuencias. Años después, con el resquebrajamiento de ese mismo sistema que provocó, a inicios del XXI, “la guerra del agua” cochala, una sucesión de conflictos derivaron en el arribo al poder del MAS-IPSP, alcanzando la consolidación de una nueva visión de país tras la abrupta desaparición de la partidocracia, el debilitamiento selectivo del poder emergente desde las regiones y la aprobación de una nueva Constitución Política.

Eso en las letras mayúsculas con las que suele escribirse la historia oficial. Por debajo, subterráneamente se tejen cientos de crucigramas con grafías apenas legibles. Complots, cercos, manipulación, cabildos, ceguera, chantajes, espionaje, persecuciones, falacias, muerte y violencia. Ese es el entramado en el que se juegan el poder oficialistas y opositores, a costa del campesinado y las juventudes “cívicas”, sumidas en consignas espurias. ¿Bolivia? Quizás algún día sepamos donde queda. Mientras, que venga la segundita. Referendos, revocatorios, estatutos, Constitución, del indio o del boliviano, autonomía, de las logias o del pueblo. “Si la querés, deféndela”, “Patria o muerte”, “Evo asesino”, “Nazi-ón camba”, “ch’enko total”, diría el Papirri. Nada menos cierto, todo está calculado, todo forma parte de una gran estrategia para acceder al poder, por mantener los privilegios o conseguirlos. ¡Pueblo escucha, únete a la lucha! Luego lloras tus muertos, los entierras y te retiras, que hay otros que te representan y ejercen el poder. Esa la historia, pérfida como ninguna. Muchas deducciones podrían sacarse de la exhaustiva investigación realizada por Miranda. Resultan estremecedores los lugares a los cuales puede acceder el poder, su alcance y su relación directa con lo que nos sucede en la cotidianidad. Juegos de poder, de caprichos, de hegemonías, pandemonio de la historia. Esa traicionera, valga la redundancia.

Gran mérito el de Miranda que nos acerca a una coyuntura que vivimos desde un palco más o menos cómodo. Ensuciándonos poco. Impregnados levemente por los aires que se extendían, con mayor o menor intensidad, desde el campo de batalla. Embebidos, sin estar convencidos del todo con la nueva Bolivia, en las consignas lanzadas desde la televisión. Empate catastrófico, polarización extrema, caldo de cultivo ideal para grandes transformaciones. Revolución podría decirse sin grandilocuencia, ni malintencionadas asociaciones partidarias, lástima que ésta siempre implica una descarnada violencia. Desde el sillón opinamos, discutimos, lanzamos algún discurso. Mientras, la carne de cañón, lamento boliviano, indios y jóvenes, se destruye frente a frente. Vuelta a empezar. Nos consuela la certeza de un proceso histórico, inacabable, cierto, pero proceso al fin. Conformismo idiota. Mirar el futuro con esperanza, imposible. ¿Conformismo idiota? También.

En esas circunstancias, ¿podríamos reclamarle a Boris Miranda la ausencia de una toma de partido, de un compromiso directo por algún discurso, sea cual fuere? Ciertamente, no. Mas no prescinde de una trinchera. Miranda se compromete con su profesión, el periodismo, y la historia nacional. Ese es el verdadero valor, y como diría Brecht, es el imprescindible. El autor no efectúa un juicio de valor respecto a lo acontecido, son los hechos en sí mismo los que juzgan, castigan y redimen. La historia es severa, impertérrita e implacable.

Concretamente, la masacre del Porvenir, tal como señala el periodista paceño, es un evento trágico que demarca definitivamente dos periodos fundamentales en nuestra memoria mediata. Con ella el panorama político y social se transforma por completo y deja establecido el nuevo (¿los nuevos?) régimen que organiza, en alguna medida, un escenario de confrontación con actores de largo aliento. Visiones de país que se reciclan y recrean, nada esperanzador. Ahora mismo muchos de ellos se aprestan a encarar el proceso eleccionario de 2014, otros emergen discretamente, ora más, ora menos, con ansías de alcanzar el control de la burocracia estatal. “Nada cambia, todo cumbia”, como canta una mediocre banda chuquisaqueña.

Finalmente, lo esencial resulta cuestionar hasta qué punto pueden justificarse las acciones de los actores políticos en su batalla por acceder al poder y cimentar su hegemonía. ¿Traicionar a tu propia gente simplemente con el fin de alcanzar un objetivo, ya sea en un bando u otro? Es inútil. La historia se escribe a fuego y sangre, lastimosamente. Dilema moral profundo, que parece no interesar; en realidad, nunca interesó. Todos creímos en una otra Bolivia, ya sea desde las regiones o desde una nueva Constitución. Pero, ¿estos caminos valen realmente las vidas que se han llevado? La historia responderá. Penosamente, la historia siempre responde con más muertes, falacias mayores y nuevas élites angurrientas de poder. Cabe concluir la presente nota con otro epígrafe, esta vez uno usado por el mismo Miranda y propio de Eduardo Sacheri: “…el tiempo cometió la estupidez de seguir transcurriendo…”. Al parecer, no hay remedio.
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