Las películas de nuestras vidas (o cómo no presentar un libro)
Por: Sergio de la Zerda/La Ramona
Buenas noches para todos. Muy honrado me siento por esta inmerecida invitación de Andrés y Santiago para presentar hoy su libro. Invitación que hace que ocupe el sitio que días atrás tuvieron el cineasta Marcos Loayza y el crítico Pedro Susz, el que ahora ocupa la productora Alba Balderrama y en el que en una semana se instalará el historiador Carlos Mesa en La Paz. Todas admirables personalidades de nuestro cine, a las que apenas les llevo una ventaja: compartir una profunda amistad con los periodistas culturales que son autores de “Una cuestión de fe”.
Y es sobre esto que quiero hablar: de los inquebrantables lazos fraternales que, muy especialmente desde el cine, aunque también desde la literatura, la música, el fútbol y sobre todo la convivencia, se han convertido en más de 2.400 páginas de un suplemento y dos estudios de estos mis hermanos.
Desde este territorio íntimo, quiero contarles que un buen día de fines de los 90, cuando nuestra corta edad y hermosa ingenuidad nos hacía creer que podíamos cambiar el mundo, cuando nos poníamos poleras del Che, escuchábamos a Silvio Rodríguez y nuestra principal afición consistía en pintar grafitis y organizar reuniones dizque políticas, un buen día de esos con mis camaradas nos topamos con un singular extraño de pelo largo. Su tupida barba, sus lentes ray-ban, su cuidada gabardina y la amiga rubia o pelirroja que le acompañaba no daban lugar a dudas: era Brad Pitt. O por lo menos así le bautizamos, poco nos importó que se llamara Andrés Laguna y que sea en realidad trigueño, le quisimos desde el primer instante, pues con palabras mínimas nos hizo sentir que era cómplice de nuestra búsqueda. Una búsqueda que, en el afán de hallar una muestra del legado del Comandante Guevara, nos llevó a Vallegrande en octubre del 97. Fue allá que por sugerencia de nuestro Brad varios de nosotros vimos por vez primera la película que cambiaría nuestra percepción del cine nacional y del país en su conjunto, “La nación clandestina” de Jorge Sanjinés, piedra filosofal del cine boliviano en tiempos en que éste venía a cuentagotas. Imbuidos entonces por la metafísica del pequeño Woodstock de nuestra generación, fundamos unos meses después el Tercer Ojo. Al momento de escribir esto tuve a mano los once números de esa memorable aventura escrita que se publicaba los domingos. Vi ahí un homenaje a Don Quijote, la historia de los Beatles y los Rolling Stones, un cuadro de Guayasamín, un tributo a nuestros abuelos del Chaco, la tapa de un libro de Niezstche, unas historietas de Quino y hasta un poster del Wilstermann… vi tantos ladrillos de los que estamos hechos. Tales fueron los cimientos que permitieron que nuestra fraternal casa quede incólume, aún cuando el suplemento fue abruptamente censurado por el poder gubernamental o, más aún, cuando el Brad nos comunicó que tenía que dejarnos para irse a estudiar lejos y por mucho tiempo.
Contagiados para siempre de la condición de querer entender y transformar el estado de las cosas a partir de la cultura, y necesitados de algún sustento que nos permita hacerlo, no nos quedó de otra que entrar también a la universidad. En mi caso, lo que estaba al alcance era la Comunicación. Acá es donde entra el segundo personaje de esta historia, un ser que, por cuyo porte y lentes, cuando no por su pasión por la gran pantalla o por su a veces craso sentido del humor, bien podría hacerse pasar por Woody Allen.
Si de algo me puedo preciar es de tener un ojo clínico para los amigos. Los tengo de toda calaña y en mi lista nada más faltaba el no tan clásico corcho, ese que se pone entre ceja y ceja el objetivo de ser licenciado por excelencia, aunque sosteniendo algo de vida social. Así conocí a primero Santiago, luego Espinozo y actualmente Dengue. Me llevaron a él sus altísimas notas en las materias, en momentos en los que yo me creía dirigente universitario y me urgía un secretario académico para conformar la plancha de las elecciones venideras. No mucho más recuerdo de este tiempo, pues es proverbial la economía de palabras de nuestro querido Dengue, tan tímido para hablar como amarrete para prestar las películas de su -en esta ciudad y tal vez en otras del país-, inmejorable colección cinéfila. Lo que sí recuerdo es otro buen día ya de mediados de la pasada década, cuando en mi caso el trabajo ocupó el lugar de la universidad. La alegría me la produjo la llamada del Dengue, comunicándome su interés en realizar sus prácticas profesionales en mi medio laboral.
Acá comienza la tercera y final parte de este cuento. Eran ya otros tiempos, vivíamos los emocionantes prolegómenos de ver al primer presidente indígena que hacía carne de nuestra rebeldía, nuestra ingenuidad se hacía borrosa, pero la esperanza estaba intacta. Andrés recién había llegado a una nación ya no tan clandestina y juntamos entonces nuestros bríos para engendrar nuestro breve aporte a una patria preñada de cambio. Como pasó con su hermano mayor o menor, el Tercer Ojo, nuestra criatura nació también gracias a la generosidad de un casi secreto promotor de nuestros anhelos, Edwin Tapia Frontanilla.
El nombre de la RAMONA, fue ya una declaración de principios: Ramona es la camioneta en la que se embarcan tres compadres transportando una virgen a un perdido paraje nacional, de acuerdo a esa entrañable película de Loayza llamada justamente “Cuestión de fe”. Declaración de principios también fueron las primeras ocho páginas, conteniendo un homenaje doble y desde la tapa al ilustre escritor paraguayo y benemérito del Chaco, Augusto Roa Bastos, fallecido en nuestra semana de inicio, en mayo del 2005, a la vez que un tributo a uno de los patriarcas del cine moderno y autor de “Full metal Jacket”, Stanley Kubrick.
Y el resto es una historia ya por muchos de ustedes conocida. No tardó el Dengue en conocer al Brad y no tardaron ambos en compartir diálogos que fueron mi rica escuela del cine y de la vida. En lo primero, al Brad le debo por ejemplo una acertada dotación de los magistrales Hitchcock y Kurosawa, la pasión por lo que hace Tim Burton o una imprescindible guía para ver el cine argentino. Al Dengue debo agradecerle, por tan solo decir algo, esa lección del oficio periodístico denominada “Todos los nombres del presidente”, la contundencia de la expresión de Werner Herzog, lo exquisito de su alterego Woody, la divertidísima acidez de filmes como “Little Miss Sunshine”, por supuesto que también el “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos” y su siempre devota y enciclopédica paciencia para informarme de cuanto hecho relevante sucede en el séptimo arte de Bolivia y el mundo.
Claro, no hay buen maestro sin alumno criticón. Pero claro, ¿qué podían esperar si además ustedes son hinchas del Bolívar y del Wilster, mientras yo del Tigre? Debo entonces decirte, Andrés, que jamás te perdonaré esas horas perdidas de la mano de tipos tan sosos como el Kusturica o el Kieslowski. Que cosas como “Dr. Strangelove” o “Bela Lugosi” no son más que monumentos al mal humor, y que debería estar prohibido, por razones de sanidad mental, hacer seudodocumentales de ese tal Roberto Dylan. Y a ti, Santiago, debo decirte que nunca hay que meterse tan a fondo con “La vida de los otros”, menos si esos otros son unos aburridos alemanes. Que mi gato con su cola hubiera hecho una mejor película que “The hurt locker”, que “Wall – e” es cursimente llorona y nada tiene que ver con la delicada dureza de “Up”, y que jamás de los jamases una teta asustada será mejor que el secreto de dos ojos.
Y ya no los puteo tanto porque ya los extraño. Ya extrañaba a los genios Javier y Luis Rodríguez, a la vivaz Adriana Campero, al transgresor Rodrigo Mita, a tanto buen compañero de nuestras palabras y vidas que tuvieron que irse.
Pero ustedes son mis hermanos y su cercana partida duele más. Había advertido al principio que este texto no iba servir como presentación de un libro. Que sirva pues esta adelantada nostalgia hecha tinta y voz para decirles que desde estos suelos, al menos mi mujer, mi wawita, yo y todos los acá presentes, seguiremos teniendo infinitas cuestiones de fe como para creer en ustedes.
Muchas gracias por escucharme.
-El cine, manifiestan, es el arte que más satisfacciones ha dado a Bolivia en términos de reconocimiento. ¿Por qué siguen siendo muy pocos los estudios al respecto?
Hubo un tiempo, entre los setenta y ochenta, en que los estudios sobre cine boliviano no eran pocos. Había gente de la talla de Carlos Mesa, Pedro Susz o Alfonso Gumucio produciendo sistemáticamente bibliografía al respecto. Es más, se decía que había más libros de cine boliviano que películas nacionales. Esta escasez de estudios es algo más propio de los últimos 25 años, lo que resulta paradójico, tratándose de uno de los periodos de mayores transformaciones y fertilidad del cine nacional, que ha dado obras de la magnitud histórica de La nación clandestina o Cuestión de fe. En todo caso, seguimos sin saber a cabalidad por qué los estudios sobre cine fueron desapareciendo. Pero podríamos especular un par de razones. Una sería que la generación de estudiosos del cine a la que hacíamos antes referencia, abandonó, parcial o totalmente, esta labor, y no hubo una generación de relevo que tomara la posta con la inmediatez necesaria. Otra tendría que ver con las inevitables dificultades –económicas, logísticas- para publicar investigaciones referidas al cine boliviano. Porque algunos trabajos, al menos en universidades y otros escenarios similares, sí hubo, pero no así el esfuerzo imprescindible para editarlos y ponerlos en circulación. Es un lugar común decir que no es fácil hacer libros en un país como Bolivia, pero no deja de ser una gran verdad.
-En El cine de la nación clandestina ya se refirieron a la producción cine boliviano de 1983 a 2008. ¿Qué se guardaron como para hacer un nuevo libro? ¿Tal vez la motivación partió del histórico 2009 en cuanto a producción?
Evidentemente, el 2009 fue un año extraordinario para el cine nacional, por el número récord de estrenos y la valía de varias de las obras lanzadas (Zona Sur, El Ascensor, La Chirola, Hospital Obrero), y claro que vimos que un nuevo libro nos permitiría incorporar datos y reflexiones al respecto. Sin embargo, la pretensión de Una cuestión de fe va más allá en la perspectiva de ser un estudio complementario al anterior libro. Además de ensanchar el periodo de estudio, este trabajo se distingue del anterior porque reúne datos sometidos a un ejercicio de actualización y revisión mucho más riguroso. Incorpora apartados introductorios para cada una de las tres décadas abordadas, en los que la revisión histórica no se reduce a la cinematografía boliviana, sino que se inserta en una descripción contextual mucho más amplia, con datos y reflexiones de índole política, social, económica, cultural y tecnológica. Así también, se permite un acompañamiento gráfico mucho más amplio y cuidado, que busca facilitar la identificación visual de las obras. Finalmente, y puede que éste sea su rasgo más novedoso y definitorio, se sirve de la crítica de algunas de las películas estrenadas entre 1980 y 2010 como una herramienta más de descripción, interpretación y valoración del cine boliviano contemporáneo.
Es que si en algo nos vimos limitados en El cine de la nación clandestina, fue en la posibilidad de poner en práctica un ejercicio más crítico y valorativo de las cintas bolivianas estrenadas entre 1983 y 2008. Un ejercicio que, evidentemente, hubiera redundado en una mayor profundización de las propuestas estéticas de los filmes. Esta limitación fue inevitable, pues comprendimos que, antes que lanzarnos a la mera valoración crítica, resultaba más urgente cubrir un vacío informativo, descriptivo y analítico de las condiciones de producción y de las apuestas temáticas del cine boliviano contemporáneo, eso que sería el análisis contextual. Reconocida esta limitación y habiendo intentado cubrir el vacío de análisis contextual en el primer libro, en Una cuestión de fe nos hemos jugado de lleno por la crítica de cine, entre otra cosas, porque consideramos que nos permitiría un acercamiento más exhaustivo a los abordajes narrativo, estéticos y discursivos, si no de todas las películas bolivianas producidas en los últimos 30 años, al menos de una gran parte. Esta opción habla de nuestro convencimiento de que la crítica cinematográfica es un registro privilegiado para mirar y evaluar el cine desde una perspectiva coyuntural, pero también en una mirada más histórica.
-¿Por qué la iniciativa de abordar el cine boliviano desde la crítica? ¿Por qué señalan a su vez que este último oficio es también una “cuestión de fe”?
Desde hace varios años, ambos practicamos la crítica de cine. De alguna forma, se ha convertido en un ejercicio que hace parte de nuestra vida cotidiana. Supongo que si hay algo mejor que ver una película, es escribir sobre ella. El ejercicio crítico implica una reescritura de la obra que se está “leyendo”, requiere tanto de rigor analítico, como de creatividad. En El cine de la nación clandestina nos evocamos a contextualizar, a identificar temáticas. Descuidamos la aproximación a las películas mismas, en especial, a las películas como singularidades. Lo que nos interesó fue reconstruir la historia del cine boliviano a través de lecturas de las singularidades que la componen. Respondiendo a tu segunda pregunta, creo que no se debe olvidar que “Fides”, la palabra latina para fe, implica además de la evidente “confianza”, una promesa, la palabra dada. Una cuestión de fe, es prometer algo, dar la palabra. Al escribir una crítica uno espera, confía en ser fiel a lo que ha visto, a lo que la obra le ha provocado. Cuando uno se dispone a escribir sobre algo debería prometer hacerlo con la mayor seriedad y compromiso. Es un ejercicio en el que se da la palabra, en el que se ofrece la palabra, a cambio de lo que se vio en una pantalla.
-¿Cuál sería un listado de las diez películas imprescindibles para conocer lo mejor del cine boliviano de los últimos 30 años?
Además de 10 largometrajes que consideramos imprescindibles, quisiéramos destacar tres cortometrajes igual de importantes para la cinematografía boliviana de las últimas tres décadas.
La nación clandestina. El séptimo largo de Jorge Sanjinés es el punto más alto de nuestra cinematografía, porque alcanza un equilibrio prodigioso entre fondo y forma, entre ética y estética. En ella encontramos la más lograda, cuando no la única, apuesta del cine boliviano por crear un lenguaje cinematográfico propio. Y desde luego, su planteamiento discursivo debe ser la más lúcida premonición del destino político y cultural que nos depararía nuestra historia, ese destino político y cultural que es hoy nuestro presente.
Cuestión de fe. La bellísima road movie de Marcos Loayza, muy probablemente, es lo mejor del célebre boom del ’95. Una cinta que logra equilibrar una propuesta estética exquisita, con un guión lleno de humor y repleto personajes entrañables. Una historia inolvidable, una banda sonora extraordinaria.
Mi Socio. La cinta de Paolo Agazzi abrió distintas sendas importantes. Es una de las comedias fundacionales del cine boliviano y fue una de las primeras películas post-Sanjinés que trató temas no directamente relacionados con lo político. Además, los protagónicos logran tener tal empatía, que merecieron ser rescatados por una campaña publicitaria, lo que es raro para Bolivia.
Zona Sur. El tercer largo de Juan Carlos Valdivia debe ser la cinta, discursiva y estéticamente, más audaz y lograda del cine boliviano de los últimos años. Es la obra culminante de la primera era del digital boliviano y, por si fuera poco, ensaya una lúcida lectura política de estos tiempos de cambio en el país.
Dependencia sexual. La ópera prima de Rodrigo Bellott es la auténtica bisagra del cine boliviano contemporáneo, puso sobre la mesa temas que en el país se mantenían como tabúes, experimentó con el digital y tuvo una propuesta estética arriesgada para nuestro medio. Fue polémica, propositiva y le abrió el camino a una nueva generación de realizadores.
Los viejos. A pesar de que la cinta de Martín Boulocq sea del 2011 y no haya sido tomada en cuenta en el libro, vale la pena mencionarla por lo que representa para el cine boliviano. Es una de las cintas más arriesgadas formalmente, es la primera película boliviana que se propone ser totalmente meditativa y observacional, su discurso se encuentra en su lenguaje visual.
Hospital Obrero. La opera prima de Germán Monje es una de las mejores cintas de 2009, lo que no es poco tratándose de un año que tuvo tantas obras memorables. Es una película muy paceña, pero apta también para no paceños, capaz de transmitir un cariño y una nostalgia por La Paz, por sus calles, por sus gentes, por sus formas de hablar y hasta por su fútbol. Y tiene una foto en blanco y negro bellísima y una banda sonora entrañable.
¿Quién mató a llamita blanca? El segundo largo de Rodrigo Bellott está muy lejos de ser una obra maestra, pero fue muy importante para el cine boliviano. Fue el último gran éxito comercial, fue una de las pocas películas que le interesaron al público masivo. Por otro lado llevó a su punto más alto ese vicio de la comedia nacional que es el humor de café concert. Sorprendentemente, es inmensamente influyente.
El ascensor. La opera prima de Tomás Bascopé es uno de los últimos milagros del cine boliviano En su aparente ausencia de pretensiones, revela un talento poco frecuente en el cine boliviano: el del humor. Es una estupenda comedia que, acertadamente, toma distancia de la onda complaciente del “cine en joda” boliviano, y reconoce la inteligencia del espectador, entregándole un espectáculo de disfrute universal y no meramente folklórico.
El día que murió el silencio. El tercer largo de Paolo Agazzi es una de las mejores comedias bolivianas. El ella el realizador ratifica su confianza en la comedia como un género capaz de abordar historias y temáticas universales, pero desde un contexto y una idiosincrasia identificables por el público local. El papel protagónico del argentino Darío Grandinetti debe ser una de las mejores interpretaciones que ha registrado nuestro cine.
En camino. Este corto animado de Jesús Pérez, es una de las verdaderas obras maestras del cine boliviano de los años ’90. La cinta cuenta la historia de una familia altiplánica que primero migra a la ciudad y luego al trópico. Narrado con belleza plástica y de manera poética, logra contener la historia de los bolivianos con lucidez y ternura.
La chirola. Este cortometraje de Diego Mondaca es el punto más alto del revival documental que ha desatado en los últimos años la irrupción del cine digital en Bolivia. Es una de las piezas cinematográficas nacionales más celebradas del último tiempo, más aún fuera del país. Un mérito que resulta aún mayor si se tiene en cuenta que se trata de un corto documental de pocos menos de 30 minutos
Punto y raya. Este corto animado de Jesús Pérez es uno de los contados filmes bolivianos que nos dice algo sobre el mundo y algo sobre el cine. En sus escasos seis minutos nos permite su autor emprende un prodigioso viaje hacia los orígenes del ejercicio creativo y del mundo. Un auténtico tesoro cinematográfico de inestimable valor para la filmografía boliviana.
-Se dice que el arte boliviano no ha acompañado los grandes procesos históricos del país. En el caso del cine, no tenemos por ejemplo filmes acerca de la Guerra del Chaco o ficciones sobre el 52. Afirman ustedes que nuestro cine siempre le ha huido a tratar “los grandes temas”. ¿A qué se debe esto?
Existen varias razones. Primero no se debe olvidar que películas sobre esos temas, en la mayoría de los casos, requieren de ambientaciones históricas, es decir, de altos presupuestos. Se sabe que Jorge Sanjinés y Tonchy Antezana tienen proyectos sobre la Guerra del Chaco, pero la realización es complicada por motivos de producción y de presupuesto. No afirmamos que el cine boliviano siempre le ha huido a los grandes temas (ahí está por ejemplo, Amargo mar, que aborda un tema grande), sólo el cine más reciente. Y no todo. Eguino, Sanjinés, Ruíz y Agazzi a lo largo de sus carreras casi siempre han buscado los grandes temas. En gran medida lo que sucede con nuestro cine contemporáneo es que a virado hacia lo confesional e intimista, hacia historias más mínimas, que de alguna forma son más fáciles de abordar. Lo interesante es que las buenas películas confesionales e intimistas, como Lo más bonito y mis mejores años u Hospital obrero, queriéndolo o no, terminan tocando grandes temas.
-El que el “boom digital” haya permitido más producción a la vez que menos rigor en las películas, ¿obedece simplemente a un tema económico? ¿O se puede decir que ya no tenemos directores como los de antes?
No obedece a un solo a un estrictamente económico. Por supuesto, las limitaciones económicas pueden redundar sobre la calidad técnica de una película. Pero, en nuestro criterio, la ausencia de rigor obedece también a la ligereza con que muchos realizadores -en especial, los jóvenes, aunque también algunos no tan jóvenes-, encaran el hecho de hacer cine. Se asume que, para hacer una película, basta con una buena idea, unos cuantos amigos que trabajen “por amor al arte”, una cámara de video relativamente profesional, una computadora con el software necesario para la edición y, claro, la dosis indispensable del realizador de turno que quiere sentirse cineasta, hacer arte. Se pasa por alto el proceso de maduración, de construcción, de reflexión del proyecto. Dicho de otra forma, no se piensa la película y, por extensión, tampoco se repara en la necesidad de que ésta tenga una propuesta estética, una unidad narrativa y, desde luego, una apuesta discursiva (algo que decir). Tampoco importa que los realizadores de turno tengan o no las destrezas y el talento mínimos para la dirección de actores, la fotografía, el manejo del audio, la musicalización, entre otras exigencias técnico-creativas. Ahora es mucho más fácil y barato hacer cine, pero hacer una buena película sigue siendo igual o más difícil que antes. En respuesta a la pregunta, creemos que aún hay directores como los de antes, con obras irregulares y, acaso, aún en proceso de maduración, pero que se toman el proceso de creación cinematográfica con la seriedad que amerita. Pero no es menos cierto que cada vez son más los aspirantes a cineastas que asumen esta labor cual si se tratara de un pasatiempo más, estrenando esperpentos impresentables e irrespetuosos hacia el espectador, que son también responsables del desencanto creciente hacia nuestra cinematografía, la cual, de un tiempo a esta parte, se ha vuelto, para una gran parte del público local, en sinónimo de mal cine, de un cine que no merece verse.
-Afirman que es difícil establecer la identidad del cine boliviano post-Jorge Ruiz y Jorge Sanjinés. ¿Vaticinan que es algo que continuará en al menos otra década?
Definitivamente, en la próxima década veremos más óperas primas y menos segundas películas de un director. El digital abarata costos, pero no fabrica cineastas. Muchos harán intento por entrar al circuito cinematográfico, pero pocos se quedarán en él. Necesariamente, se comenzará a hacer cine más comercial y de entretenimiento, la gente debe comer. Se seguirán diversificando los géneros y las aproximaciones. ¿Habrá una corriente dominante? Difícilmente. ¿Se generará una identidad? Ojalá, pero que no se confunda con una uniformización del cine boliviano.
-Mucho critican al fenómeno de las multisalas en Bolivia. ¿De qué manera principalmente afecta al cine boliviano este nuevo modo de distribución y consumo?
No criticamos del todo el fenómeno de las multisalas en Bolivia. Creemos que, en buena medida, ha aumentando la cantidad de espectadores en salas y ha abierto algunos espacios, aunque mínimos, a cinematografías menos comerciales, que, de otra forma, no llegarían a exhibirse en pantalla grande. Pero lo que es condenable es el trato desconsiderado o irrespetuoso que dispensan a los realizadores bolivianos. No es secreto que ofrecen condiciones muy desfavorables para las cintas nacionales, que, buenas o malas, no tienen mayor chance de permanecer una o dos semanas (salvo contadas excepciones) en cartelera, lo que limita enormemente su consumo. El cine boliviano tiene un mercado local cada vez más pequeño y, sin ser las únicas responsables, las multisalas tienen mucho que ver en esto. Es que las multisalas son empresas que son administradas por empresarios y que, a más de eventuales y dignas salvedades, privilegian los productos más rentables y no muestran el más mínimo gesto de compromiso y apoyo con el cine y la cultura boliviana. En resumidas cuentas, las multisalas son uno de los grandes culpables de que las cintas nacionales cada vez sean menos vistas por el público local, y de que el cine boliviano le sea cada vez más ajeno al espectador boliviano.
-¿Cómo los aficionados al cine pueden llegar a ser los “espectadores profesionales” que, propugnan, deben ser los críticos cinematográficos?
Amando con pasión y locura, de manera patológica, al cine. Leyendo las películas, confrontándolas, discutiéndolas, escribiendo sobre ellas. Buscando y generando espacios para la difusión del cine. Y, tal vez lo menos “bonito”, pero igualmente importante, buscando alternativas para que su trabajo sea remunerado económicamente. Pero los aficionados, los cinéfilos, no deben ser necesariamente “espectadores profesionales”, ni críticos de cine, simplemente deben disfrutar de ver una película. De ver muchas películas. De viajar a través de una pantalla.
mirandoelhumo@yahoo.com
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