jueves, junio 16, 2011

Juan Claudio Lechín : Los intelectuales y la responsabilidad



La opinión política vertida por intelectuales, escritores y artistas suele tener mucha credibilidad debido a que no está amarrada, supuestamente, a los sinuosos enredos del poder. Distantes de estas hambres, se los presume moralmente intachables pero además responsables y certeros, ya que sus oficios implican capacidad reflexiva, talento, serena distancia frente a los disturbios llanos y mirada desapasionada desde su altura trascendental.

Aunque esta es una visión totalmente idílica, en los hechos, es la percepción que las sociedades tienen de sus creadores y pensadores, aunque no asistan a sus vernissages ni lean sus libros. Pero además, artistas, escritores e intelectuales saben de esta prerrogativa y, eventualmente, la ejercen; aunque muchos luego minimicen la importancia de su voz —con gesto iconoclasta y argumentos aparentemente desinteresados—, para evadir la responsabilidad de su palabra vertida en una colectividad confiada. Una vez que empujan una decisión política y antes de retornar a sus universos uterinos, no es infrecuente que argumenten que su episódica tarea de Demiurgos alumbrando las oscuridades, ha concluido.

Pero, ¿qué responsabilidad tienen ante su juez interior y ante la sociedad, cuando ayudan a engendrar Frankensteins políticos, un horror cuya naturaleza no quisieron ver porque, como cualquier otro mortal, tenían fijación en sus pasiones y prejuicios?

¿Tienen responsabilidad los que investidos de facultades extraordinarias (aún idílicas) que les da implícitamente la colectividad, las usan de manera ordinaria? En los últimos años, en varios países de América Latina, he visto a intelectuales y artistas utilizar esta gracia para proferir apoyos o denostaciones pero no los he visto penando cuando su error genera daño.

Mal se podría plantear una ley ejemplarizadora pues no se podría demostrar que se es depositario de una gracia que da la colectividad y organizar desprecios u ostracismos carecería de efectividad pues son componendas normales del alma inquisitorial y chismográfica de nuestra cultura. Pero sí se puede solicitar una honrosa responsabilidad personal, un acto importante de contrición cuando inducen al desbarrancadero. Los de alma pequeña, zafarán, como siempre; los de alma un poco más grande pedirán público perdón, como solicitan que hagan los políticos que han encaminado a los pueblos por destinos dañosos. Pero hay los verdaderamente grandes y nobles, los que siendo genios individuales están pegados de manera siamesa al destino de sus patrias. Ellos perciben su error como traición. Así, Maiakovsky y Esenin, grandes poetas que invitaron al pueblo ruso a apoyar el proyecto bolchevique, cuando se percataron del horror totalitario, el primero no dudó en honrarse a sí mismo pegándose un tiro en la cabeza y el segundo se cortó las venas y escribió con su sangre un gran canto como epitafio: “Así como no es nada nuevo vivir, tampoco es nada nuevo morir”. Del tamaño del acto de contrición, del perdón solicitado, es el tamaño moral del artista.

Si se acierta en las opiniones políticas y la sociedad florece, no hay recompensa salvo el orgullo de seguir siendo merecedor de la confianza y el cariño públicos. Y cuando no se tiene claridad, es mejor el silencio.
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