martes, mayo 24, 2011

Cuando el terror manda



Por Daniel Averanga Montiel

El primer libro de terror (sí, terror) que pasó por mis manos fue uno de mitos y leyendas bolivianas. No recuerdo el nombre del autor, aunque sí me lo imaginaba de mi edad (debía tener nueve años), ¿por qué?, pues porque no creía que alguien con la edad suficiente para realizar operaciones abstractas se arriesgara a escribir sobre viudas negras o condenados que habían pegado a sus papás. Sentía que esos temas pertenecían exclusivamente a niños de entre siete a diez años, que desde los once uno leía cosas relacionadas con la historia universal, con los incas , con los personajes de la colonia, todos vestidos con apretadas calzas blancas o con los rostros austeros de los emenerristas de los años de la revolución. En fin, mi lectura comenzó sin entusiasmos ni esperanzas; pero, de pronto, cuando el relato del borracho que sale de la chichería se convierte en el relato de la viuda negra que seduce a los infortunados calentones de la época, todo desgano pasó al olvido. Me devoré todo el libro, pensando que todo tenía que ver con esas sensaciones de miedo a la muerte, de miedo a lo extraño, y de pronto, sin pensarlo, descubrí que tenía afición hacia ese género (Déjenme protestar un poco al referirme al terror como un género y no como un acné más en el rostro del género fantástico. Para mí el terror ya es un género, pues está presente, desde los espacios más oscuros a los menos alegres, en casi toda la literatura universal).
Nunca antes había leído algo de tal magnitud: algo que estaba tan cerca de uno y que era, por vez primera, visto desde otra perspectiva, revolcó todas mis formas de pensar. Era un niño, lo admito, pero en aquel instante era un inútil que buscaba, antes de tiempo, una identidad definida; por tanto, debía terminar de soñar con lecturas parecidas.
En sí, sentí miedo. El campo y los mitos culturales ya no iban a ser vistos como antes: en cada viaje a Viscachani creería que el Cari Cari me atacaría si me llegara a dormir, me prometí a mí mismo no beber cerveza ni pasar por ríos en plena noche para evitar la presencia de la viuda negra o del condenado; evitaba siempre acercarme a esas tiendas de nylon azul que abundaban por las rieles de Villa Dolores, casi llegando al Faro Murillo, y siempre recordaba no pisar tumbas en los días de Todos los Santos.
Y mis juicios sobre la autoría y la madurez intelectual de los autores de novelas de terror cambiaron al pasar el tiempo. Descubrí en series, películas y hasta en historietas que los vampiros habían salido de novelas como Drácula o Carmilla, y por tal razón, si me entusiasmaba ver películas de terror, más me entusiasmaría leerlas.
Pasó el tiempo, y con el tiempo llegó una profesora que me prestó la novela Drácula, de Bram Stoker. No hace falta mencionar que Drácula es una propaganda inglesa del poder de su gobierno, como ahora las películas de Michael Bay son lo mismo para los Estados Unidos; de todas formas me encantó el manejo narrativo, el estilo, la dinámica y el valor por escribir algo tan innovador en una época en la cual todo el mundo leía novelas realistas. No estoy en contra del realismo, ni tampoco creo que toda narrativa social realista sea buena (Dios me escuche); en lo que sí estoy conforme es que Bram Stoker tenía ya una edad madura cuando escribió Drácula, para que todos creyeran en él como un ser pensante que podía realizar con gusto operaciones abstractas. Y sí, descubrí que sí se podía escribir terror (no suspenso, ni drama trágico de padres pedófilos y ciegos), desde cualquier edad.
Lo lamentable es que, en Bolivia, el género más pequeño y sanguinario, casi no existe.
Obviando las lecturas del ilustrísimo Paredes Candia, del relato de Augusto Guzmán bautizado como “Cruel Martina”, de los relatos de Bartolomé de Arsanz y de toda antología de costumbres, brujerías y tradiciones, el género del terror es casi nulo en nuestra narrativa. A veces hubo algunas pinceladas que involucraban terror en el máximo sentido literario de la palabra (la agonía de Pedro Choque, mirando a los buitres como fantasmas y su diálogo con su compañero ya podrido en “El valle del cuarto menguante” de Boero Rojo me dieron esperanzas y alguna que otra muerte sorpresiva en los relatos de Cerruto también); pero una obra totalmente sumergida en las profundas aguas del terror, no.
Aún así, no hay que ser tan totalitario: el que salva con méritos al género de terror (y horror completo) es Miguel Ángel Galvez. Y tan sólo con una novela corta (ganadora del premio nacional de primera novela de Nuevo Milenio 2000, junto a la otra obra de Wilmer Urrelo, Mundo Negro), que para los ojos de los escritores más viejos, aunque no inútiles, está a años luz de ser superada por cualquier testimonio novelado en la coba popular.
El terror no significa pintar al lector de sangre o cocerlo a cuchillazos..., es vestirlo con paranoia, hacerle dudar, poco a poco, de que existe un final feliz en su propia historia; llevarlo a sensibilizarse con situaciones oscuras, al mismo tiempo de hacerle extrañar la realidad de la que tanto se quejó al principio. El terror es eso: hacer que el lector se imagine lo que pasará a continuación, y piense. Que analice la situación, que la evalúe y que escape si quiere. Eso es el terror, no ver a un hombrote perseguir a una jovencita de pechos hermosos; el terror es ver en lo invisible, encontrar la escena de una cena en la casa del hombrote perseguidor y no encontrar a la mujer perseguida...o tan sólo ver por un momento en la cocina de esa casa y descubrir la ropa de la buscada, toda en el suelo de la cocina, justo cuando se sirve el plato principal...
Ahora, mi temor a las costumbres y mitos se ha disipado: hay que temerle a los vivos, los que sí pueden hacerle daño a uno. Además, el mundo andino posee aquellos mitos como una forma más de ejercer control social, ético y moral: el Cari Cari siempre va a castigar el descuido; la viuda negra, el alcoholismo; el anchancho, la depresión; el condenado, la falta de respeto a los padres... y, en fin, siempre en el mundo andino los asesinados por fuerzas desconocidas son aquellos que atentan contra la vida, por lo cual, me salvo casi raspando...
Bolivia necesita de todos los géneros: el terror es uno más, mi preferido, pues porque con él puedo penetrar círculos inimaginablemente penetrables: las casas de los diputados golpeadores de esposas, los cuarteles donde se sacrifican perros como si fuera divertido; en los prostíbulos donde, sin querer, uno se encuentra con uno que otro profesor de universidad; en las iglesias, donde los santos no son tan santos a eso de las doce de la noche; en los colegios, donde siempre hay monstruos cerca de puertas de depósitos; en las ferias de los días domingos, donde de vez en cuando uno que otro niño desaparece, etc.; hay para escogerse. Siempre hubo fuentes para extraer ficciones terribles, llenas de horror, de aversión, de terror o de misterio. Acéptenlo: el terror es el género transversal de toda la literatura, pues, ¿quién no a sentido miedo al leer el relato de Escila y Caribdis de la Odisea? ¿Quién no se ha preguntado cuán horroroso podría haber sido el espectro que se le presenta a Hamlet en la obra de Shakespeare? ¿O la famosa escena de las balas en la estación de Cien Años de Soledad de García Márquez, o, de las hormigas casi al final del libro? ¿Quién no ha sentido algo de miedo al leer algún pasaje de Pedro Páramo de Rulfo? ¿O el relato El almohadón de Plumas de Quiroga?
Como leen, el terror ha estado presente casi en todo. Sólo falta un escritor que le de fuerzas al trabajo de hacerlo continuo. En Bolivia predomina el relato realista, casi telenovelesco, por decirlo así: indios o campesinos sufriendo casi siempre por los patrones o por la falta de plata; borrachos que saben contar sus historias, o filósofos que no escriben ensayos, sino narrativa que no describe nada y, sin embargo, es leída en esos bares de bohemios que no lo son en realidad.
El terror también es realista, mueve montañas sin necesidad de fe: basta con esperar en vano al hijo que no viene siendo ya de madrugada; o caminar por una calle en plena noche y distinguir a lo lejos dos siluetas a uno y otro frente, esperando –corrijo–: esperándote; o leer en las noticias algo relacionado a la política, siempre metiéndonos miedo...
Algún día el género oculto saldrá, no como ahora pasa en Estados Unidos, con novelas seudo adolescentes, sino saldrá con toda su magnificencia; si para Wilmer Urrelo la novela negra es la fea de la familia, el género del terror es la oscuridad que tiene, por dentro, cada uno de los miembros de esa familia. Ese lado terrorífico, que como decía la presentación de cierto programa de misterio, es igual al lado normal, “...pero no tan iluminado”.
Mientras tanto, me voy de paseo por el camino de la narrativa, pero me voy por el oscurito.
Siempre por el oscurito
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