lunes, enero 31, 2011

Maximo Pacheco Balanza : “Bueno, voy a tener que ganar para que este tipo reconozca que soy un escritor metido a agrónomo, no al revés”



Texto: Óscar Díaz Arnau

Foto: Archivo La Razón

Se esconde detrás de la apariencia de un flaco extraviado y asustadizo que no resiste un solo párrafo de su implacable literatura; no debe ser fácil cargar sobre tan pocas espaldas sus obsesiones, y menos el peso de sus ironías. Pero las carga y, aun así ni el invariable saco de los parches en los codos, ni el tranco largo ni el rostro hirsuto alcanzan a opacar la sencillez de este hombre de conversación medida y voz serena, del Premio Nacional de Novela que, da la sensación, aunque pasen años de la noticia que lo sacó del anonimato, perderá la tranquilidad de esta ciudad de varios nombres y escasas novedades.

O desconfiamos del jurado o Máximo Pacheco es un perfecto impostor. Parece que algo de esto último hay, porque mientras el jurado se deshace en elogios para Lanochecomounala, su novela ganadora del premio (“Uso del lenguaje coherente con la época y situaciones; sus personajes son sólidos y existe un contrapunteo válido desde el punto de vista de la cultura española como de la indígena. El lenguaje es acertado y si se usan formas arcaizantes, éstas son apropiadas”), él le reprocha con ironía (“como no domino mucho el tema de la historia —de lo que el jurado dice que domino: el lenguaje, esas cosas— eso sí he ido puliendo, informándome para que no fuera una novela como la que escribió Botero Gosálvez sobre la Colonia, que parece ambientada en otra época. Yo me imagino que debe tener muchos errores también, porque no soy un especialista en Colonia temprana, pero he recurrido a documentación”).

Y, descarnado, como no puede con su genio, cuando se le pregunta si está de acuerdo con el parecer de su jurado responde un “no sé hasta qué punto”; y entonces confiesa que su novela “tiene sus trampas”, una de ellas, el subrepticio intercalado de frases del monje renacentista Tomás de Kempis.

Tipo tranquilo, de esta ciudad (con esa cadencia lenta al hablar no podía nacer en una más ajetreada); sincero, que por momentos irradia candor; maduro, de fluyente diminutivo (“jovencitos”, “solitos”, “changuitos”), con Mimo hay que tener cuidado: detrás de su apariencia de bonachón esconde una literatura feroz.

Pacheco hace honor a Sucre por doble partida: se le conoce por Mimo en la ciudad de los apodos y lleva un apellido de locos, el mismo que presta su nombre al Psiquiátrico. De allí, quizá, el lastre de su niñez: “El pasado de esta ciudad es algo que me ha obsesionado no sólo a mí, sino también a mi grupo de amigos. Desde que éramos muy changos yo tenía unos amigos muy particulares, nos dedicábamos a la arqueología; andábamos por lo que fue la antigua Choquechaca, por el Guereo (actual), y recogíamos puntas de flecha, pedazos de cántaros, cosas así. Después íbamos al Museo Charcas, vivíamos metidos ahí viendo cuadros, pintábamos en las iglesias (junto con el cura jesuita Bernardo Gantier, se formaban como autodidactas copiándose de un Olguín sentados en un banco de iglesia). Como alguno era pariente de don Joaquín Gantier, jugábamos en la Casa de la Libertad como en nuestra casa, entrábamos cada día a los salones, a los depósitos. Entonces, es como una obsesión con la historia que nos viene de hace mucho tiempo, es como reinventar la realidad de la ciudad.

‘Los changos son más libres’
Entonces también pintor, y poeta, y cuentista, y autor de obras de teatro, y guionista de cine; humilde a morir, supo engañar al jurado con argumentos literarios. Cuesta creer que todavía queden escritores que plasmen su oficio en un papel, en vez de una computadora. Anda tropezando Máximo con sus manías, porque sus años no son tantos (es del 61). Aunque éstos le cuenten siempre para delante, como a todos, tiene una fuerte conexión con el aprendiz, que alguna vez fue él mismo. “Cuando uno es joven y quiere ser escritor, es como una necesidad vital, crees que a través de la literatura vas a decir una verdad increíble, pero con el tiempo te vas dando cuenta de que ni hay esas verdades ni las encuentras con la literatura; o si las encuentras, ni te das cuenta. Entonces, tu literatura se va haciendo un poco más accesible a los demás, vas pensando en la gente que va a leerte. Los changos son más libres, escriben para ellos mismos, tienen como una necesidad interna de decir cosas y no quieren que nadie se meta. A mí me pasó eso al principio; con el tiempo uno se va domesticando más, no sé si para bien o para mal”.
De aquellos años, que uno ociosamente cuenta para atrás, Mimo recolectó su admiración actual por Dostoievski y, entre los bolivianos, por Saenz y Cerruto. Dotado de una sinceridad infrecuente entre los escritores (“desconfío mucho de mi capacidad de atraer al lector” o “nunca he estado muy convencido de que lo que escribo merezca publicarse”), confiesa que de joven estuvo sumido en un conflicto entre lo ético y lo estético. “Eso me dejó plantado un largo tiempo. Después de que escribí mi primera novela, andaba preocupado con que si la técnica que utilizaba, expresaba lo que el personaje diría; tenía ese tipo de preocupaciones ya éticas en un escritor: cómo voy a escribir yo de un obrero…”. ¿Buscabas la fidelidad? “Claro, cosa que es imposible, porque un escritor es un mediador, un intermediario y, al final, es un ficcionalizador. En la literatura hay algo muy interesante: tú te inventas al personaje en base a la percepción que tienes de él, no es que el personaje se esté expresando por sí mismo”.

En esa ficcional línea de conducta literaria, dice no creer en la fidelidad absoluta del lenguaje; al menos, “en el realista positivista sentido, no. En literatura puedes decir: ‘Y la piedra voló’, y la piedra vuela. O como Kafka, que un día despierta Gregorio Samsa convertido en escarabajo y está convertido en escarabajo. No creo en la literatura realista en ese sentido. (Creo en la) ficción basada en la realidad. (Con) percepción subjetiva (del escritor)”.

Lanochecomounala recuerda al tiernísimo “pasan por sobredetuencima”, una frase de otro libro suyo en el que relata mansamente la vida tragicómica de una campesina a la que se le muere el marido y debe trasladarse —inevitable era— a la ciudad, para instalarse en el Mercado Campesino, en la cuadra de las yotaleñas. El título se lo ha robado a un pariente, Ismael Vilar, quien entre sus propias frases —de un cuento— tenía una que decía: “…y entonces llega la noche como un ala, la noche que esperanza o crimen todo lo cubre con igual dulzura”.

Por momentos, extremadamente sensato (“El escritor tiene la responsabilidad de hacerle notar al hombre que no puede vivir de su fe en la ciencia”), considera que el escritor “no necesita de la lógica”, sólo percibir la realidad con los sentidos. Lo que él llama “el pensamiento salvaje”, primitivo. Sensatez que será parte del introvertido que lleva dentro, incompatible con las obligatorias conferencias o el contacto con la prensa cuando ganas un premio como éste: “A ver, pues, es parte del contrato, no queda otra, lo tendré que hacer”, se resigna con el matiz de una risa corta. A contrapelo de su carácter, poco a poco va saliendo del circuito under —que lo tuvo ligado a su solidaria editorial Pasanaku— para meterse de lleno en el mundillo de la literatura comercial.

Se ha embolsado una buena suma (Bs 93.000), pero dice que el premio es más que eso, como que “oficializa” su “inserción en el gremio; una estupidez, pero así funciona (ríe)”. Ex estudiante de Medicina “medianamente bueno”, cursó un año de Literatura y le vino “como el llamado de Dios a San Pablo, así: déjalo todo y ven, sígueme”. Lo bien que hizo. Con una prosa feroz, inquietante hasta la perturbación, lo de Pacheco es sólido, tremendamente real a partir de una ficción hasta cierto punto burlesca y, lo más importante, sin artificios. Y pensar que él apenas quería demostrar que era escritor… “He empezado a muy temprana edad con esto de los premios, tendría yo más o menos unos 20 años cuando escribí mi primera novela y, a esa edad, cuando dejas todo para dedicarte a la literatura, medio que te ves descolocado, no sabes qué vas a hacer de tu vida y tampoco eres un escritor porque no es que sacas un título como para una profesión y de pronto eres escritor: tienes que demostrar que eres escritor de alguna forma”. ¿Y qué hace que un escritor sea eso, escritor (para los demás)? A triste conclusión llegamos: En los suburbios de Bolivia —que en nuestro caso puede llegar a ser la capital— sólo ganar un premio.

‘Me he sacado el bulto de encima’
En la última década, cada quinquenio había obtenido, dos veces, el premio consuelo del Nacional de Novela, una mención para cada vez hasta que se le dio el galardón mayor. Los premios, quizá, no se merezcan, pero a Pacheco al menos le corresponden, siendo él un laburante de la prosa y el verso, un tipo que leyó mucho y compartió lo que sabe con chicos jóvenes a los que formó en talleres de gran provecho para una adormilada literatura chuquisaqueña.

Sí, Mimo se sacó el bulto de encima. Pero, embarcado ya en una persecución casi obsesiva por ganar lo que debía ganar alguna vez, también se vengó de un antiguo jurado poco visionario: “Me encontré por casualidad aquí en Sucre con uno de los que habían sido jurados de ese premio (Nacional de Novela en el que participó también); el 2001 me encontré con él. Me presentaron, le dijeron ‘él es Máximo Pacheco’. Él me dijo: “¡Ah, vos eres el agrónomo metido a escritor!” [vivió un tiempo en Pulqui, más allá de Yotala, donde ordeñaba vacas en un emprendimiento para subsistir sin abandonar la apacible vida de escritor]. Yo, que no soy muy veloz para reaccionar, me fui pensando qué me ha querido decir este ñato. Entonces, mi participación en el Premio Nacional de Novela es una especie de venganza, en el fondo, porque dije: “Bueno, voy a tener que ganar para que este tipo reconozca que soy un escritor metido a agrónomo, no al revés”.
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