Pedro Rivero Mercado
POR LUPE CAJÍAS
Él estaba en el apogeo de su lucidez mental y creativa y en el más alto momento del crecimiento de su amada criatura, “El Deber”, cuando me recibió aquel martes muy temprano. Solía ser el primero en llegar a la redacción y mientras el resto de la ciudad despertaba, él ya estaba pulcro y en pleno trabajo.
Entonces me mostró la foto de sus hijos, pequeños, sencillos, correteando para entregar a tiempo los ejemplares de aquel periódico que sus padres sacaban cada día con todos los esfuerzos económicos y personales.
“Para que no se olviden de dónde venimos” comentó, mientras recordaba los años difíciles en un Santa Cruz aún polvoriento y aldeano cuando tocaba meter a toda la familia para lograr redactar artículos, componerlos en una antigua imprenta, tener listos los ejemplares al alba y venderlos uno por uno.
Él no quería reservarse ningún mérito. Daba a su amada Rosita Jordán el peso de la victoria, de aquel esfuerzo inmenso, de aquella terquedad, de apostar para mantener informado a su pueblo. Entonces la oficina --por llamarla de un modo-- quedaba en medio del griterío de la recoba y de los comerciantes de tamarindo y cuñapés.
Él no ofrecía frutas o telas sino con ideas y principios. Él sabía que su oficio no se limitaba a los productos de temporada que valen tanto o cuánto en una simple transacción que se resuelve con un puñado de monedas.
Él se ocupaba de aquello que no tiene precio, que no tiene tiempo ni moda. Él hacía circular entre los lectores lo más importante del ser humano: la Libertad y en cada número estaba impresa su consciencia.
De ahí lo amé para siempre. Lo amé, lo admiré, lo seguí, lo busqué hasta en los últimos años mientras perdía la vista que se quemaba con tanta lectura y tanta sabiduría. Le encantaba la historia, la ficción, la poesía y los bandos carnavaleros porque tenía en sí el germen del conocimiento: la curiosidad.
Fui feliz al conocer los tomos de su autoría y sus versos puestos en música. Era el más cruceño de todos los que conocí, el más universal y el más paceño, donde se trasladaba físicamente o más tarde sólo con la melancolía. También en el frío andino mantenía la costumbre de ducharse con agua helada a las cinco de la mañana.
La vida nos permitió compartir muchos otros momentos, seminarios, recitales, festejos y viajes para ir por la América morena a defender la libertad de expresión y la necesidad de tolerar el pensamiento ajeno.
Me tocó presidir el jurado que le otorgó el Premio Nacional de Periodismo que anualmente otorga la Asociación de Periodistas de La Paz, galardón que estimó mucho y lució en medio de tantas otras medallas y plaquetas.
Ahora él partió y todo su pueblo lo llora. Él ya no pertenece a su esposa, a los chicos, a los nietos. Él es de todos nosotros y de las galerías donde quedan los hombres que convierten su paso por la tierra en un gran abrazo fraterno.
“Él no ofrecía frutas o telas sino con ideas y principios. Él sabía que su oficio no se limitaba a los productos de temporada que valen tanto o cuánto en una simple transacción que se resuelve con un puñado de monedas. Él se ocupaba de aquello que no tiene precio, que no tiene tiempo ni moda.”
(*) La autora es periodista y escritora.
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