lunes, junio 18, 2012

Ramón Rocha Monroy : "Los narradores somos constructores de mitos’



¿Qué es lo que le atrajo de José Santos Vargas —ese guerrillero de la Independencia que se salvó del olvido porque llevó un Diario de sus batallas— para llevarlo a la novela?

—Mi interés por la historia no es casual, porque hoy nos preguntamos sobre nuestros orígenes quizá más que muchos pueblos en el mundo. Comenzó con Potosí 1600, que recoge la anécdota de los 40 Nicolases, los primeros criollos nacidos en Potosí; siguió con ¡Qué solos se quedan los muertos!, sobre la fundación y las vicisitudes de los primeros dos años de la República y ahora La sombra del Tambor, que responde a la pregunta de la fundación desde el horizonte de los héroes desconocidos, ninguneados, ignorados por la República, que tiene un testimonio único en el continente en el Diario de José Santos Vargas.

El Diario cumplirá su bicentenario en 2014 y es curioso que nunca en 200 años ningún escritor se haya acercado a esa obra plena de astucias narrativas, felizmente curada de retórica e intacta, porque los bachilleres de la época no quisieron corregirla ni los gobernantes publicarla, incluido Belzu. Al margen de si mi intento es bueno o malo, es la primera vez que un narrador se acerca a ese pozo de aventuras y de respuestas hasta hoy silenciadas. No es casual que el Tambor, pudiendo ser teniente coronel de la nueva República, se hubiera retirado a su sayaña y empadronado como indio originario, siendo mestizo. En las ciudades lo hubieran ninguneado, pero en Chacarí, hoy provincia de Inquisivi, seguía siendo el comandante, como los 200 y más héroes que menciona, todos olvidados por la República. ¿Quién oyó hablar de Pío Hermosa, de José Rafael Copitas, de Miguel Mamani, de Santiago Fajardo, de José Domingo Gandarillas?

De la maraña de anécdotas, me resigné a la vida del comandante Eusebio Lira, quizás el más heroico de todos, y a los testimonios de su fiel Tambor de órdenes, José Santos Vargas. Como decía un líder indígena que habla en el Diario, “Unos son hijos de la patria, y otros, entenados nomás”.

—¿Cómo funciona la novela? ¿Quién la narra? ¿Está el lenguaje de la época?

—Toda reconstrucción histórica es una parodia. Si el Tambor (o Sucre, o los Nicolases) reviviera, probablemente me agarraría a sablazos. Además, es un esfuerzo inútil remedar el lenguaje de la época porque la novela está destinada al público de hoy (me hubiera gustado que fuera una historieta) y algunas precisiones no podían estar al alcance de José Santos Vargas.

Entonces hay cuatro capítulos alternos sobre dos viajes a Mohosa, el centro de la guerrilla, uno del Tambor joven acompañando a Eusebio Lira en una de sus crisis amorosas, y la otra de Pedro y María, dos jóvenes de hoy que comprueban una precisión de Marie Danielle Demélas, estudiosa del Diario: que nada ha cambiado en esos parajes en estos 200 años. Aun más, se ha perdido la memoria de la guerrilla entre los pobladores de hoy, y quizá la memoria en general. El templo de Mohosa es una construcción siniestra por su historia de ejecuciones y masacres ratificada en 1899, cuando un regimiento de un centenar de soldados fue pasado a degüello en ese sitio que más parece un camal. El pueblo casi no tiene habitantes¸ según Marie Danielle, que viajó a esos sitios históricos.

Alternar capítulos es un arte mayor; Vargas Llosa lo hace con maestría casi mecánica, pero hay que meterse en el ejercicio para saber lo difícil que es esa opción narrativa. El primer “corte” de la novela tenía capítulos alternos de ayer y de hoy, pero resultó confusa y tuve que concentrarlos en sólo cuatro. El “corte” final no sé si es el mejor, pero así quedará porque agotó mis módicas astucias narrativas, por cierto muy inferiores a las del Tambor.

Sin embargo, es difícil leer el Diario, que ya fue editado por don Gunnar (Mendoza), su descubridor, en 1952 (Universidad de San Francisco Xavier), por Siglo XXI en 1982 y por Editorial Plural recientemente junto a un enjundioso estudio de Marie Danielle Demélas, a quien dedico la novela. Los especialistas confirman que hubo dos redacciones del Diario, una al calor de las acciones y la otra, llena de correcciones, hasta 1857 en que se pierde noticia del Tambor. La edición de Demélas es la más completa y la más difícil de leer.

Yo entiendo que como Cronista de la Ciudad de Cochabamba, mi oficio es el de divulgador de ideas ajenas (en rigor, ¿quién no lo es?); así que he tomado esas fuentes y estudios para construir la novela, con breves citas directas del Diario, en homenaje a la frescura y a la intensidad de su lenguaje.

—Ésta es la tercera novela suya que tiene relación con hechos históricos. Primero fue un episodio colonial: Potosí 1600; después la vida del mariscal Sucre; ahora, la guerra de la Independencia desde su veta más popular. ¿Qué puede decirnos desde su experiencia de la relación entre historia y literatura?

—Pienso que los narradores somos constructores de mitos, mientras los historiadores son recuperadores de la verdad histórica. ¿Pero qué es verdad y qué no? Pilatos se lavó las manos cuando Jesús le dijo que Él era la verdad y la vida. A veces me pregunto si de veras la verdad nos hará libres. ¿No serán los mitos?

Respeto el oficio de historiador, pero a veces me parece que son aguafiestas. Si uno habla de una doncella, dicen que sí era bella, pero tenía mal aliento. Si del Che, que fue un mito para mi generación, derrumban el mito al decir que cometió errores tácticos inconcebibles; si de Tania, que no fue nuestra Mata Hari sino una estudiante ilusa que caminó de error en error hacia la muerte; si de Loyola, que no tuvo la discreción de un enlace urbano; si de los guerrilleros de Teoponte, que no sostuvieron ningún combate y fueron aniquilados como conejos. Esas precisiones quizá son ciertas, pero también son tristes y desilusionadoras.

Entonces aparece la literatura, que habla de la anciana ciega conductora de las mujeres de La Coronilla, un personaje literario, sin duda, pero qué vigoroso. No creo que la literatura deba ser usada como fuente histórica, un error que cometemos con esa novela espléndida, Juan de la Rosa, o, en mi caso, con Potosí 1600, que de pronto me ha vuelto un “experto en el barroco mestizo”, cuando soy apenas un divulgador de ideas ajenas y, como periodista, experto en cultura general, como decía sonriendo Gramunt de Moragas.

—Es un escritor muy productivo, un adicto a las teclas, ¿cuáles son sus hábitos y rutinas de escritura?

—Con los años prefiero teclear de madrugada, porque la noche ya no es propicia y menos el alcohol u otro estimulante. A esas horas me siento fresco, he dejado reposar lo que tenía que decir y a las nueve estoy listo para tomar la rutina de mi trabajo.

Escribo en computadora, a la velocidad de siempre, miles de páginas, pero también he vuelto al cuaderno y el lápiz, para escribir menos y darle mayor reposo. Me he dado cuenta de que he perdido la caligrafía, porque tomo apuntes que sólo serán definitivos cuando los pase a la computadora. ¿Por qué no escribir con mayor lentitud y con buena caligrafía? Es como leer en un parque, un ejercicio de paz.
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