Claudio Ferrufino-Coqueugniot : "El bicicletero"
MIRANDO DE ABAJO
Por Claudio Ferrufino-Coqueugniot
El bicicletero
Así conocíamos en la niñez a quien reparaba bicicletas. Jamás imaginé que profesiones tan dispares, soberbia una, humilde la otra, fuesen de pronto similares. ¿En qué se parecen el oficioso trabajador que suda desarmando vehículos con el oligarca que rige los destinos de un país? En nada, sólo que uno, el de traje elegante y enrevesado discurso, observó la labor de quien trabaja e ideó, no para aprender sino con sentido práctico, la acción de parchar cada pinchazo que viene de clavos que él mismo arrojó camino de una inmortalidad que se le ha terminado. Y para parchar ni siquiera se quita la costosa vestimenta que lo disfraza, no sea que al hacerlo se descubra que no era quien dijo ser y el desencanto explote como noche de San Juan.
Alistó los parches, de todo color y toda índole: promesas de mayores porcentajes, motores fuera de borda, donaciones, dineros, soslayando la visión de que la bicicleta plurinacional se cae a pedazos, que necesita refacción completa, soldadura, rodamientos, pintura, montura, manubrio, ruedas, porque sin ellas no se anda. El bicicletero se ha quedado solo, y las existencias se le acaban. Tal vez pueda importar de China algo, pero para entonces la estructura estará tan cubierta de gomas que se habrá convertido en inservible.
Mirando el noticiero, cuando veo crucificados ya no imagino el Gólgota, sé que se trata de Bolivia. Cuando miro enterramientos en vida, ya ni pienso en Bram Stoker, sé que es Bolivia. Cuando contemplo cómo ladrillo tras ladrillo, y yeso, van levantando un muro, me doy cuenta que no es el de Berlín que se reconstruye: son los tapiados. Entonces aparecen los ministros, aquel con tenue resemblanza de piraña, otros esperpentos huidos de las páginas de Valle Inclán o de El hombre que ríe, todos verborrágicos, trágicos en su desesperación de conservar lo que ya tienen y más ambicionan. Se trata quizá de una carrera contra el tiempo, la hora contra reloj, y retomamos de pronto, otra vez, el oficio de las bicicletas, como trabajo, como entretenimiento, como tic tac premonitorio del cual se desea escapar pedaleando con frenesí.
Marchan los marchistas, porque en el caso de los del Tipnis es emblema honroso. Los médicos, los estudiantes, los mineros. Contramarcha la Fejuve de El Alto y escucho chiflidos, rechiflidos, anatemas. Busco su origen y no hay croatas rubios silbando, ni banqueros, ni agentes del servicio secreto gringo que a esta hora estarán festejando con putas; silban los pobres, los engañados. Ellos no votaron para instalar una corte feudal. No lo hicieron por príncipes ni reyes, ni delfines ni santos.
Se conformaron variopintos estamentos de poder. A ratos pareció que se había llegado a la concertación general: étnica, racial, social, política. Vimos, por ejemplo, subir como diva a la señorita Ballivián, rodeada de originarios, ella cuya sangre viene de Sebastián de Segurola, represor de indios. Los descendientes de Julián Apaza y los de sus matadores gobernaron en concierto, siguiendo las enseñanzas del pequeño fakir, como nombraba Churchill a Gandhi, y del eterno prisionero, Mandela. Nos equivocamos, los que sí y los que no, y lo que creímos polifonía se convirtió en música sin ton ni son.
Maestro, se le dice al bicicletero, “se me ha pinchado la bicicleta” (en idioma cochabambino). El hombre pule con paciencia la llanta en el esmeril, le pasa aceite, corta con parsimonia un trozo de parche, lo pega, lo somete en la prensa al calor y “yastá”. Pero si le llevas una rueda deshecha te dirá que te compres otra. La vida es así; hay que saber discernir. Los de arriba creen que es un juego de taba donde siempre se gana; pero no, el astrágalo vuela indeciso en el aire y a veces cae “suerte”, otras cae “culo”.
30/04/12
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