Víctor Montoya : PERIPECIAS DE UN LIBRO ESCRITO EN LA CÁRCEL
Por Víctor Montoya
PERIPECIAS DE UN LIBRO ESCRITO EN LA CÁRCEL
Cuando llegué al aeropuerto de Arlanda, el 22 de enero de 1977, traía en el maletín de viaje los textos que escribí en un rincón de mi celda, tanto en el Panóptico Nacional de San Pedro como en la prisión de Viacha, con el mismo bolígrafo y en los mismos papeles que los carceleros me entregaron para escribir el nombre y la dirección de mis compañeros que, según ellos, seguían jodiendo al gobierno con sus huelgas y sus sindicatos clandestinos.
No cumplí con la solicitud de los torturadores, pero sí con el deseo de usar la literatura como arma de denuncia y protesta. Así empecé a escribir, con letra menuda y apretada, las primeras páginas de Huelga y represión, un libro situado a medio camino entre el testimonio personal y la historia novelada, cuyo primer manuscrito se escabulló por los barrotes de la cárcel gracias a la complicidad de mi madre, quien sacaba las páginas sueltas, bien plegadas y camufladas, cada vez que venía a verme con las esperanzas de que pronto recobraría la libertad.
Durante dos años, en un país donde no había ninguna editorial que publicara libros en español, recorrí por las calles de Estocolmo con el manuscrito bajo el brazo, hasta que, a mediados de 1979, me informé de la existencia de Författares Bokmaskin (Máquina del Escritor), ubicada en Svarvargatan 14 de Fridhemsplan, donde no sólo se aprendía el proceso de edición, sino también a publicar, en absoluta libertad y en cualquier idioma, libros autofinanciados por el autor.
En este local, que se caracterizaba por el ruido de la máquina de imprimir Offset y el olor a tinta fresca, conocí a varios escritores suecos e inmigrantes ansiosos por editar sus obras; uno de ellos fue el excéntrico Miguel Ángel Sosa Vásquez -alías Michel Smiely-, quien, con el mismo desparpajo que criticaba a los académicos de la Universidad de Estocolmo, confesó en unos de sus libros que, de acuerdo a los presagios de una bruja dominicana, él llegaría a ser uno de los maridos de Agnetha Fältskog, la integrante de pelo rubio y curvas de vértigo del legendario grupo ABBA. Asimismo, en este mismo local conformado por dos plantas y una escalerilla de estrechos peldaños, entablé amistad con el amable y combativo Mahmud Baksi, quien, además de escribir en la lengua de Strindberg y en el idioma prohibido de los Kurdos en Turquía, tenía unos mostachos de califa y un aliento a ajos como para espantar a las víboras más peligrosas.
Por ese entonces, con las ilusiones a cuestas y la impaciencia propia de la juventud, estaba dispuesto a publicar mi primer libro en la primera imprenta que me ofreciera sus servicios, sin fijarme en los precios ni en las condiciones de la edición, como cualquiera que estaba decidido a convertirse en escritor a cualquier precio y a los veintiún años de edad.
La composición del libro, realizada en los talleres de un polaco-judío, costó 7.000 coronas por 269 páginas, según el recibo que conservo entre los viejos papeles de mi archivo. El trabajo de composición, contrariamente a lo que establecen las normas legales, no contemplaba el derecho a la corrección de pruebas ni a otras enmiendas extras. Después, tras los cálculos hechos por Arne Jacobsson, fundador y editor de Författares Bokmaskin, la edición de 500 ejemplares salió por 9.120 coronas, un monto considerable que logré ahorrar corona a corona y con algunas privaciones.
El autor del dibujo de la portada era un amigo chileno que, como tantos otros latinoamericanos recién llegados a Estocolmo, asistía conmigo a unos cursos de introducción para jóvenes inmigrantes que se impartían en el Västertorps Gymnasium. El texto de la contraportada, que más parecía una consigna arrancada de un panfleto político, decía al pie de la letra: Gran parte de la presente obra fue escrita en las mazmorras de la dictadura boliviana, que constitucionalizó un régimen de violencia para torturar a obreros y masacrar a campesinos. Advertimos que nos es un libro apto para críticos burgueses, ni lectores académicos, sino para un público que lucha por la libertad y la justicia.
Lo peor de todo es que mi primera criatura del alma nació como un niño discapacitado, con una serie de erratas y errores de grueso calibre; una experiencia que me dejó reflexionando en que ser escritor no era tarea fácil, hasta que comprendí que no era el primero ni el último que afrontaba este tipo de problemas, sino uno más del montón, pues la historia de la literatura nos revela a autores cuyas obras presentaban faltas de toda índole. Por ejemplo, la primera edición de Don Quijote de la Mancha estaba llena de erratas, que Cervantes corrigió una y otra vez. Gustave Flaubert, en cada nueva edición de su obra maestra, Madame Bovary, aprovechaba para introducir nuevas modificaciones, sin considerar los cuatro años y medio que se pasó en escribirla. Jorge Luis Borges corregía sus libros ya publicados hasta el cansancio, convencido de que un autor nunca llega a escribir la obra perfecta de su vida, aparte de que las erratas de tipografía, como confesó Pablo Neruda, se agazapan cual insectos o reptiles en el bosque de consonantes y vocales, y duelen como mordiscos en el alma. Quizás por eso García Márquez, que se enfrentó a los mismos problemas en los albores de su carrera literaria, aprendió la lección de que más vale precaver que lamentar. Así es como la primera versión de Cien años de soledad circuló primero entre sus amigos y sufrió una serie de correcciones antes de ser publicada; más todavía, no es raro encontrarse con libros de autores célebres que añaden la consabida advertencia: Edición ampliada y corregida.
A treinta años de haber publicado Huelga y represión, sigo pensando en que no existe una sola obra literaria exenta de errores y desaciertos, porque la sencilla razón de que errar es humano desde que el mundo es mundo. El aceptar esta realidad me sirvió como consuelo y me permitió ser más tolerante con los errores ajenos. Y, lo que es más importante, la publicación de mi primer libro me demostró que la escritura es un poderoso instrumento de comunicación, identidad y resistencia. Es la mejor prueba de que los vejámenes que sufrí bajo la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez, en lugar de quebrarme, me fortalecieron en mis convicciones que, de un modo consciente o inconsciente, se reflejan en casi todo lo que escribo. Me lanzaron al exilio, en un intento por aislarme del país, pero en el exilio me dediqué a escribir sobre el país del que un día salí con la esperanza de publicar mi primer libro en absoluta libertad.
La concepción y el nacimiento de Huelga y represión, que empezó en una cárcel boliviana y terminó en los talleres de Författares Bokmaskin en Estocolmo, no tuvo una travesía nada fácil, sino un recorrido lleno de imprevistos y menudas complicaciones, al margen de que la literatura es un oficio que requiere vocación, tiempo y tesón. Por eso no es casual que algunos escritores noveles, que sueñan en publicar su primera obra en una editorial comercial, caen rendidos ante el primer cañonazo de los editores que piensan más en las ganancias derivadas de la venta del producto que en la difusión de una obra literaria.
Por lo demás, lejos del glamour y a pesar de los pesares, la publicación de mi primer hijo del alma me enseñó varias lecciones: a corregir mucho, a tirar al tacho lo superfluo y, sobre todo, a no apresurarse en publicar. Aprendí también que una obra editada en Författares Bokmaskin es un producto hecho a pulso y pulmón, donde el lector advierte el trabajo artesanal del escritor que conoce el tedioso proceso de la edición, que comienza con la maquetación y termina en los escaparates del mercado, luego de pasar por la diagramación, el armado, la impresión y el empastado.
Imágenes:
1. El autor con su obra prima, Estocolmo, 1979. Foto de Bo Elfving
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