“Los abismos posibles” : Una lectura de Rocha Monroy
Ramón Rocha Monroy (*)
Tengo una deuda de amistad y cariño con Mauricio Murillo y a ella debo agregar el honor de felicitarlo por su novela “Los abismos posibles” y ponderar su trabajo como uno de los docentes más prestigiosos de las letras bolivianas. Al mismo tiempo, quiero proponerle algunas precisiones y, sobre todo, inquietudes generacionales, a ver si estoy en lo cierto.
Tariq, el personaje de “Los Abismos”, vive en Tánger. Se sabe vagamente que es nieto de un colombiano radicado en esa ciudad de aventureros, contrabandistas y otras gentes baldías. Nada cierto hay en la vida del joven Tariq como no sea su obsesión por el abismo del mar. Todo lo que éste tiene de incierto, de conjetural, de horrendo por desconocido le hace coleccionar mapas antiguos e interesarse por navegantes como Juan de la Cosa o actrices que murieron ahogadas. Naturalmente, busca referencias en Internet y quizá fuentes escritas, que figuran en la novela como notas al pie. Cerca de Tánger está la mítica ciudad de Casablanca, pero el recuerdo de Tariq es cinematográfico y no se parece en nada a la realidad.
Un viajero inglés le cuenta sus aventuras que lo llevaron a convertirse en escritor, pero al final agrega que todo se lo inventó y que, en la realidad, su vida fue de lo más rutinaria. Él le da la clave a Tariq para aproximarse al origen de sus obsesiones: una cámara submarina. Con ella se interna en el mar y filma y luego ve el video. ¿Qué ve? Acaso el Aleph del horror, el horror que tiene su centro en todas partes y su circunferencia en ninguna, lo innombrable que hizo famoso a Lovecraft; la revelación que conmovió a Melville; los ojos desorbitados de Joseph Conrad cuando se posaron en el corazón de las tinieblas. Pero en esta novela todo es incierto, como el abismo del mar, y nunca se sabrá qué vio Tariq. Sólo quedará la incertidumbre, la desubicación, la distopía que crean cientos de espejos enfrentados en éste o cualquier otro abismo, incluido el abismo interior.
Me parece atractiva esa indeterminación. Pienso en la película “Apocalipsis Now” y el viaje interminable del protagonista inspirado en la novela más conocida de Joseph Conrad, y en todo lo que hubiera ganado la película con un poco de indeterminación, que se echa a perder cuando al final descubrimos esa escenografía de opereta donde habla el gran Marlon Brando, que le quita majestad al misterio. Mauricio Murillo no cae en esa tentación.
“Los abismos posibles” carece de un estilo narrativo, menos novelesco; quizá tiene más bien un tonillo de apuntes de bitácora.
No hay un crescendo en la prosa que nos lleve al desenlace; nadie descifra los secretos abisales del fondo del mar; pero el libro nos transmite el horror del abismo y esa es su mayor cualidad.
“Los abismos posibles” es un proyecto literario de despojamiento del estilo, muy al margen de la figura literaria, de la comparación poética, de la frase feliz, de la narrativa estructurada y vigorosa. Sin embargo, consigue sumergirnos en un enigma apenas entrevisto, y en esos abismos no caben más que conjeturas.
Acaso el fondo del mar nos seduce porque viajar hacia él es viajar hacia nuestro propio abismo. Vivimos rodeados de abismos.
La realidad es un abismo. Es tan simultánea, vertiginosa, caótica e inexplicable que de ella sólo rescatamos fragmentos y los depositamos en un magma mental, donde se agitan nuestras pulsiones más íntimas, nuestro abismo personal construido con fragmentos de reflejos de la realidad, donde la razón se complace en sojuzgar con su afán de institutriz que todo lo ordena, descompone y clasifica. Pero apenas afloja su vigilancia, se libera la imaginación, la loca de la casa, y nos permite jugar con los fragmentos de ese magma. Un viaje así, a nosotros mismos, puede ser un viaje sin vuelta; y entonces los seres racionales opinan que hemos perdido la razón, sin que les importe que el viaje nos permita vislumbrar el origen de todos los abismos.
Una observación generacional: los jóvenes de hace cuarenta años vivíamos en un mundo donde todo ocurría, un mundo decidor y elocuente, rotundo en sus héroes, cobarde en sus villanos, vil en sus traidores, un mundo de tortura, muerte y acechanzas pero con puertas que se abrían a la luz. Cuarenta años después, los escritores jóvenes me suenan cada vez más intimistas, se desinteresan de su realidad, se exploran a sí mismos en sus pulsiones y sus obsesiones, no encuentran otras puertas que esas que dan a la oscuridad. Sus referencias son literarias o rescatadas del ciberespacio, viven un desconsuelo y una soledad irredimibles porque, al parecer, se sienten sitiados entre dos abismos: el de la realidad y el de su propio abismo. Son melancólicos, noctámbulos, insomnes, adictos al escape por hiperestesia.
Nada más artificial para ellos que las banderas del amanecer o la revolución u otra causa popular y manida que ya no los interpela porque la sienten huera. No usan nombres alegóricos ni consignas ni símbolos, ni importa con qué elementos construyan esos mundos inciertos. Están aquí para dar cuenta de su mundo interior, que es un mundo desgarrado y sin ilusiones, sin espejismos. No tienen aquí ni ahora. Su lucidez es negra y no luminosa: no descubren nada, no quieren descubrir nada, quieren estarse y transcurrir. Estarse y transcurrir. Son contemporáneos de la humanidad entera y no sólo del Lago Titikaka o del Salar de Uyuni o de la disputa étnica entre cambas y collas. Ellos se mueven con el mismo aplomo aquí que afuera porque en todas partes parecen compartir el mismo desinterés por el abismo de la realidad, y entonces se sumergen en su propio abismo, en una estética de la desdicha que ha tenido también cultores viejos, viejos desinteresados de su realidad, como Borges, por ejemplo.
Hay que reconocer que de ese modo obtienen una ventaja literaria: la de la inseguridad y la conjetura y la cavilación sin fin, ingredientes con los cuales se ha construido la mejor poesía, aunque haya costado una decepción temprana.
¿Cuándo comenzó esto? Lo percibí a fines del pasado siglo cuando un lector joven me confió que le gustaba esa literatura en la cual nada ocurre y en cambio le parecían insulsos mis argumentos, las peripecias de mis personajes. Allí sentí un corte que se va ahondando, con nuevas propuestas de escritores cada vez menos jóvenes, que tienen en común el desarraigo, la desilusión, el escepticismo y el desconsuelo.
Todo esto puede sonar a afirmación; pero, en realidad, es una pregunta.
(*) Escritor cochabambino
y Cronista de la ciudad
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