lunes, abril 04, 2011

REVOLUCIÓN Y SÍMBOLO




Iván Castro Aruzamen

Teólogo y filosófo

Estaba a punto de creerme la versión del gobierno, sobre eso de que Chávez, venía para cooperar, firmar acuerdos y parlotear ante los masistas. Aunque parezca mentira existe otra versión, creo yo la más sensata. El masismo que dice llevar adelante una revolución, que por poco nos lleva a una guerra civil, terminó en una escena melodramática, donde un presidente bocón se chanta un poncho y ch’ulu; hubiera salido mejor vestirlo con pollera y sombrero de señora afro boliviana de los yungas, para acercarlo un poco a la realidad nacional, que meterlo en un hotel tipo Cancún, allá en Tiquipaya.

Dicen algunos fanáticos de izquierdas, que la vida pasa y las revoluciones quedan. Yo diría que quedan en los armarios, en algunos folletos, revistas, panfletos y por ahí, en murales como los de Diego Rivera ¿Cuántos bolivianos querrán una revolución para eso, y además dictatorial? Nadie creo. Para qué una revolución de cincuenta años de imperio barbudo, de guerra civil fáctica o latente, cincuenta años de represiones y muertes, garrote y kulawa, cincuenta años de revolución y racionamiento, valores eternos (Patria o muerte), cincuenta años de revolución hablada, como en la Cuba de los Castro, cincuenta años de adhesión inquebrantable, para que acabe en la charretera de un decrépito comandante que ya no puede ni sujetarse los calzoncillos peor las nalgas de una hermosa jinetera del malecón de la Habana, no, una revolución para eso, no se hace.

Aquí siete años y quieren llegar a cincuenta. Para conseguir unos pesos de Chávez. En eso han quedado los siete años, para empezar esta revolución. Toda revolución, si uno cae en la cuenta, se estanca y momifica en un símbolo. La visita de Chávez, buscando reordenar algunos detalles, que el presidente Obama, echó por tierra con su visita a Brasil y Chile. Y para esta revolución malformada, su visita, sólo supone el haber vendido y comprado un país y sus hombres y mujeres, para ponerlo un poncho. Tan poco había costado ese símbolo, que mi abuelo llevó por años, para labrar la tierra, soportar los aguaceros, combatir el fiero invierno; aunque yo todavía le saco provecho para cubrir mis rodillas mientras escribo. Un símbolo tan digno, acaba en las crines de un presidente, que pena.

Queridos niños de izquierdas, aprendamos una pequeña lección de historia. Aprendamos que una revolución, por muy imperial y cesárea y cultural y popular o que sea que se la quiera hacer ver, termina siempre en un símbolo, en una medalla de pared o el algún boliche de quinta categoría. Y para eso tanta verborrea y tanta charla, joder. Y tanto cliché antiimperialista. Igual las dictaduras acaban en nada lo mismo el poder. Nerón crepitó en una lira. Hitler en una svastica y el suicidio. Stalin en un bes-seller de Solyenitsin y el Archipiélago Gulag. Somoza se rindió ante los encantos de la niña de Guatemala. Krisner en un tempano de hielo de las Malvinas. Lula en el carnaval eterno de la miseria de las favelas. Y Kennedy inmortalizado por un tiro.

Por si no saben estos niños de corbata, la historia es fundamentalmente irónica y a los que lo quieren todo les deja luego en nada, en simple leyenda, en un Macondo que sólo existe en las páginas de Cien años de soledad. O finalmente en el laberinto de la soledad y la maldición eterna de sus víctimas. Ahí, por ejemplo, a García Linera, ya no le servirá de nada su escopeta furtiva. Las revoluciones de los niños de indumentaria fina, importada, de lana de Alpaca, sólo serán ceniza. Y cuando el líder y guía espiritual, también muerda el polvo, con él se desbarrancarán sus ovejas. Pero, de momento, creo yo, son ya polvo, pero de cocaína ¿Para eso estamos soportando una revolución? Y, qué, con nuestro trabajo, nuestra ignorancia, nuestra hambre y miedos, para que el polvo blanco (mis amigos decían, alitas de mosca, cabellitos de ángel) alimente una revolución del negocio de la pobreza, llevándoles el polvito hasta las narices de los gringos. La verdad es que me gusta la ironía de las cosas. Y clamo a Dios, que me espanta tanta grandeza (de los revolucionarios y su revolución), diría don Miguel de Cervantes.
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