martes, febrero 20, 2018
CRITICA DE MAXIMILIANO BARRIENTOS
La literatura boliviana, por décadas, se caracterizó por el pudor. Estuvo más preocupada por contar los grandes acontecimientos sociales que lo que sucedía en la alcoba. En los últimos años la situación fue cambiando, y la exploración se centró en el cuerpo, en la intimidad. Bajo esa óptica es interesantísimo el aporte de Autorretrato.
Así como Georges Perec utilizó la estrategia de Joe Brainard para trabajar con la memoria, Saúl Montaño empleó la del fotógrafo y escritor francés Édouard Levé para escribir este estupendo ejercicio de auto examinación.
En las páginas desfilan anécdotas personales, apreciaciones estéticas, manías: una aproximación a la vida propia como si fuera una obra. Esto, como lo sugerí en el principio, sin la más pequeña cuota de pudor o de solemnidad, sin establecer ninguna jerarquía entre el sexo, los recuerdos, el consumo cultural y el registro de la cotidianidad.
Un libro valiente que, en clave de no ficción, constituye un potente artefacto narrativo
UN ARTICULO SOBRE EL LIBRO :
Escribir-vivir sobre Autorretrato, de Saúl Montaño
Por: Mariana Lardone
Autorretrato de Saúl Montaño, ensaya una respuesta a la nunca agotada pregunta por los modos de vincular a la literatura con la vida que, lejos de las convenciones más establecidas del género autobiográfico, disuelve al yo en una sucesión de palabras que lo empujan por fuera de los contornos de una persona representable en un todo cerrado, claro y definido. En lugar de construir una imagen de sí que lo encuadre con nitidez, Saúl disuelve su autorretrato en un cúmulo de frases superpuestas que se amalgaman yuxtaponiéndose una al lado de la otra sin llegar a conjugarse en un todo que sirva para la foto del documento de identidad. Las palabras avanzan en un torrente sin jerarquías, preferencias ni superioridades de memorias (“Recuerdo viajes con mi padre en su primer vehículo, la sensación de aventura”), inventarios (“tengo más de veinticinco poleras negras”), juicios estéticos (“No entiendo la poesía visual, además me parece un ejercicio estéril”), confesiones (“En algún momento creí que yo merecía coger con Lady Gaga”), gustos (“Me siento atraído por las mujeres de brazos peludos”), miedos (“Temo que me gane la amargura”), sensaciones (“El sabor de la acelga me recuerda al de la sangre”).
En resumen, huellas, impresiones que remiten a un yo que vislumbramos, pero que cada vez que creemos definir desbarata nuestras ilusiones con escenas inesperadas y frases que se contradicen entre sí o que confrontan la precaria imagen que nos alcanzamos a formar de él. O que esperamos que no sean el Saúl que se muestra como el abogado ceremonioso y solemne de Camiri que usa lentes y viste de negro: “Para retomar una relación amorosa le canté al oído de una exnovia la canción Mi promesa, del grupo Pomada”. Por lo tanto, el yo estalla en una multiplicidad de yoes que trazan una cadena de remisiones entre la escritura, el nombre y la vida que nunca se estabiliza porque en esa cuerda floja encuentra la potencia emancipadora para no ser siempre el mismo.
Y si algunas veces las escrituras en primera persona despiertan en nosotros los lectores una extraña curiosidad en torno a su contenido de “verdad” -cuánto de auténtico y cuánto de falso hay en la correspondencia entre las frases que exponen la experiencia y la vida de la persona que las firma- Autorretrato da un paso al costado al desplazarse de la pregunta por la ficción o la no ficción de lo narrado a la inscripción sin más de la propia vida en el lenguaje. Así, las frases descreen de la representación para participar de la materialidad del cuerpo que exhiben, para volverse ellas mismas una impresión de la vida que no agota la totalidad de Saúl.
Podríamos afirmar que estamos en presencia de una intimidad que queda expuesta para los lectores sin pudor, como si fuera un reality show, sino dudáramos de la posibilidad de acceder a los rincones del yo sin pasar por el tamiz de la lengua.
Y entonces Autorretrato me termina pareciendo más bien eso, un ejercicio obstinado por acceder a lo que no se conoce de sí mismo si no es por la escritura, y en ese acceso volverlo tangible. Como si la vida que queda por fuera de la literatura fuera temida por desconocida o inaccesible por falta de práctica, Saúl deposita confiado fragmentos de sus 32 años en este libro frágil pero poderoso, casi como un conjuro para continuar existiendo y hacer perdurar en este registro experiencias, datos, impresiones, huellas del yo que de otra forma se olvidan y desaparecen en la oscuridad de lo innombrado. Manotazos de ahogado que hacen rozar la escritura con la dependencia vital: “No sé si puedo prescindir de la literatura”.
Con este gesto, la secuencia torrentosa de frases sin orden ni lógica aparente que se despliega en el autorretrato se transforma en el efecto de una relación de vida o muerte entre el escritor y la escritura, y el flujo de palabras un caudal que no comienza en la primera página ni termina en la última, sino que se continúa con algo mayor que es la obra de Saúl o que es la vida de Saúl.
O que es simplemente una variante más de la preocupación por dejar registro de nuestro paso por el mundo: selfis, Facebook, Instagram, poemas, diarios, tatuajes, formas contemporáneas del yo que insisten en hacerlo perdurar frente a la voracidad del paso del tiempo y la (im)posibilidad de pronunciar el nombre propio con una lengua ajena. Entonces, más que representar una persona preexistente, Autorretrato actúa como un depósito de fragmentos de la vida de su escritor que no agotan la totalidad de su existencia pero que también son una forma de tocar la abstracción de la vida con la literatura. La cadencia poética de la frase se ordena en una línea delgada que escarba en lo insondable de sí mismo y se erige como el espacio en el que la lengua y lo real del yo se tocan para convertirse fugazmente en la vida de Saúl. Como lo dicen los versos que el escritor incorpora: “Deberías titular la obra:/la vida está oculta”.
Fuente: Brújula
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