lunes, febrero 28, 2011

“La noche como un ala” (premio nacional de novela 2010) de "Mimo" Pacheco: viaje al mierdal del Cusco colonial (valga el pareado)




Ricardo Bajo H.


“La noche como un ala” de Máximo Pacheco ganó el año pasado el premio nacional de novela 2010 en Bolivia. Sólo ese dato amerita su lectura. En la corta historia del premio ha habido novelas ganadoras malas, mediocres, buenas y excelentes (como “La toma del manuscrito” de Sebastián Antezana). ¿Dónde colocamos a “La noche como un ala”? Entre las sorpresas agradables, entres las mejores.



Pacheco nos trae una novela corta apasionante, con dos grandes personajes (especialmente el corregidor licenciado diego pozo del llano en el Cuzco de la colonia), con un gran manejo del lenguaje (entre arcaísmos e indigenismos), con una gran capacidad de trasladarnos a una época sucia como las escatologías abundantes en la obra, con un contrapunteo (españoles vs indígenas) y especialmente con un gran final que viene a hablar de una idea clara y redonda.



Cuja, taruca, dosel, tafetán, bayatero, molicie, corozo, mancuerda, rubidundez, amancebado…son algunos de los arcaísmos, muchos, que adornan la obra de Pacheco para llevarnos a la fiesta del Corpus Christi en el Cuzco (versus la fiesta del dios sol autóctono), para arrastrarnos a un sueño, a una pesadilla, donde el mundo precolonial es idealizado a la par que lo escatológico (aspecto que algunos críticos no han llegado a entender) sirve para retratar la inmundicia de la presencia española. Y junto a los arcaísmos, la cultura indígena con su estrategia de resistencia, con sus kerus, kipos, sicuris, taquis, huacas, conopas, malquis, llautus, hijitas, ricuchicus, cañaris… vocablos que una edición para fuera de Bolivia ameritan un glosario para su buen entender.



Sin embargo, la mayor virtud de la novela es la fuerza de su personaje central: el citado corregidor Pozo, con pasado en Charcas, Sucre, ciudad oriunda del autor de la novela, Máximo Pacheco. Don Diego Pozo del Llano es un personaje sólido, con imán, amado y odiado y que experimenta una progresión en la corta novela que lo transforma desde un insoportable lenguaraz cazador de momias incas y ex cronista del virrey Toledo a un hombre atrapado por la magia y el encanto de esas idolatrías que supuestamente trata de extirpar. Al extremo de confesar que “los indios y las indias eran listos, inteligentes, hábiles para cuanta tarea aprendiesen o se les enseñase, maestros para los oficios ordinarios, extraordinarios para la música y como sostenían ciertos autores, hasta hábiles para ciertas artes del entendimiento”.



Pozo es un tipo que no cae bien a nadie, ni a los oidores de la Audiencia de Charcas, ni al gobierno de la colonia y ni siquiera su familia espera algo de él. Está en América para justificar y probar la supremacía moral de los españoles sobre los indios. Pero queda atrapado por el sortilegio y la fuerza telúrica del Ande. Pozo es pequeño, esquelético, encorvado, con las piernas torcidas, con la piel llena de carachas, ojos turbios, sin dientes y con cuatro pelos blancos en las mejillas. Y tiene un aliento tufoso y hediondo. Las momias incas que guarda con pasión tienen mejor aspecto.



Junto a él camina el Padre Urreda que de la fascinación imposible pasa a la locura directamente, dominado quizás por el tercer gran protagonista oculto de la novela, el cacique indígena Francisco Domingo Airampu, el kuraka Aira Ampu, que resiste ahora y siempre al mundo de muerte y tinieblas trazado por el curso de la historia de una ciudad, el Cuzco, gran personaje donde confluye la pesadilla de dos fantasmas, el corregidor Pozo y el padre Urreda. El cura español es de porte menudo, barba rala, mirada siempre baja, ojos achinados y enrojecidos. Un tipo tan enfermo que puede tener una erección frente a unas viejas momias incaicas.



El sólido trabajo histórico de Pacheco hacen posible todo esto desde datos de la legislación del primer Concilio Limense y el tercero de 1582 y su obsesión con las idoloatrías hasta las ordenanzas de la colonia de la época del virrey Toledo cuando los indios –“objetos” de destierro y muerte- tenían que barrer y limpiar las calles para las fiestas y los días de procesión, como el del Corpus Christi, ceremonia central de la novela, establecida por el papa Urbano IV.



Y ese final cautivante y sorprendente que consigue cerrar la novela de manera magistral. Como así lo entendieron, para bien (ahora que está de moda hablar mal de los jurados), los siete miembros del jurado de este premio nacional de novela: Adolfo Cárdenas, María Teresa Lema, Homero Carvalho, Mariano Baptista, Simona Di Noia, Luis Leante y la presidenta, Raquel Montenegro.
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