El nuevo poemario de Homero Carvalho : "El cazador de sueños"
Cazadores de sueños y utopías: la amistad y el camino chamánico de las palabras
Por: Pablo Cingolani
Homero Carvalho fue el primer amigo que hallé en Bolivia, allá lejos, cuando empezamos a morar aquí con Carolina en 1987. El lugar donde nos conocimos no fue casual: una biblioteca. Las circunstancias tampoco: yo leía y leía libros sobre la Amazonia, especialmente sobre la historia de la trágica época del auge de la extracción del caucho. Homero era el director del santuario donde se conservaban los libros, era el director de la Biblioteca del Congreso, cuando estaba en el edificio histórico de la plaza Murillo, en La Paz. Yo mortificaba a las bibliotecarias, angustiado por ver tantos libros en los estantes que trepaban como hiedra por las paredes y estaban tan pocos archivados en los ficheros. Quería subir por las escaleras y ver por mí mismo, pero ellas no me dejaban, decían que estaba prohibido. Hasta que un día mientras yo andaba concentrado en la lectura, una mano se posó en mi hombro y una voz cálida me preguntó en qué podía ayudarme. Cuando giré, lo vi por primera vez: era “el Homero” y su ya mítico bigote. Era, como dije, el director en persona. Y era el tipo más amable del mundo: le expliqué mi afán, él me contó de su “amazonismo”, su “benianidad” y su movima estirpe, y no hubo otra para el destino: somos amigos hasta el día de hoy que me pide que escriba algo sobre este su nuevo libro que, ante todo, tiene un título tan bello y sugerente que ya lo dice todo: El cazador de sueños.
Será porque ambos somos, fuimos y seguiremos siendo cazadores de sueños que no puedo evitar seguir escribiendo sobre la amistad que cultivé con Homero. Recuerdo que tras los primeros cinco minutos de conocernos, me dijo: “Vamos, hermano, quiero que conozcas el despacho del Dr. Ledesma”. Como soy un curioso incurable, me dejé llevar. “El despacho del Dr. Ledesma” no era otro que un bar añejado por el tiempo y ajado por el humo del cigarro, las charlas a viva voz y las kilométricas partidas de cacho, que estaba (¿seguirá estando? En el sentido kuschiano, siempre estará) al lado del edificio de la Cancillería y que era frecuentado por los literatos que, desmintiendo a Platón, también trabajaban en los despachos de Estado, como Marcelo Ardúz Ruiz, que laboraba en Relaciones Exteriores y que fue el primero de sus amigos en presentarme. Porque esa fue su primera misión autoimpuesta del Homero: brindar su amistad a Carolina y a quien suscribe, para blindarnos contra “todos los males de este mundo” (Spinetta dixit) y seguir cimentando eso con más amigos, toda esa fauna que por esos días era la bohemia paceña donde poesía, política, revolución, anarquía, romance, exceso, alegría y tragedia se mezclaban igual que los dados. Fueron los días de vino y rosas cuando bajando y subiendo la ciudad del Illimani con Homero y el bigote del Homero conocí ―entre tantos otros y solo por nombrar a dos emblemáticos― al “Zeke” Rosso con El danzante y la muerte y al “Último bolchevique”, cuyo apodo ya lo dice todo (en realidad, ¡era el anteúltimo! Ya todos sabemos, tras su discurso en la re asunción del mando el 2010, ¡quién es verdaderamente el Último! ¡No pude evitarlo!).
Homero, en su tarea de blindaje afectivo, también nos presentó a su madre, que vivía en Villa San Antonio, y a cuya casa íbamos militantemente a comer (cuando comer era un actividad acuciante para nosotros porque carecíamos del metal que paga la comida) y donde nos presentó, ¡sorpresas!, a su cabeza. Como el arponero inmortal, otro cazador de sueños, el gran Queequeg de Moby Dick de Herman Melville, Homero tenía su cabeza reducida, él ya escribió sobre ello, así que no abundaré, salvo para decir que una cosa es tener un amigo, y otra cosa bien distinta, tener un amigo que atesoraba una cabeza de los jíbaros.
Un párrafo aparte merece el blindaje definitivo: cuando Homero me presentó a su padre, el también inmortal Antonio Carvalho Urey que andará por los reinos dorados donde solo los justos, en el borgiano entender, acceden. El “Toño” Carvalho, el papá del Homero, era una personalidad deslumbrante en todo el sentido de la palabra. Era, como dice su hijo, en este su nuevo libro (donde, desde ya, no podía estar ausente) “el Kawmol, que en lengua mowi: maj quiere decir ´el que lo sabe´”, y era “el paketpa, el contador de historias”. Y fue él quien terminó de amarrarme al alma la Amazonia que tanto amó, la Amazonia que tanto amamos, la Amazonia por la cual tanto sufrimos y tanto luchamos. Cuando lo asesinaron los madereros contra los cuales se enfrentó siempre para defender su Beni y en especial su provincia Yacuma y a sus pueblos indígenas del avance criminal de las motosierras, no lloré pero le prometí desde lo más adentro de mi ser, seguir su ejemplo, y Toño querido, aquí estamos, tú ya lo sabes, porque desde arriba todo se sabe.
Los dedos me tiemblan y acuden a mí los recuerdos como el agua en la cachuela, en tumulto, ¡tan feliz me hace escribir todo esto! Regreso a ese 18 de noviembre de 1987, al mítico Lido Grill, de la Pérez Velasco, donde hasta con un “programa de festejos” (que todavía conservo entre montañas de papeles) celebramos un nuevo aniversario de la fundación del departamento del Beni. Eran días de vértigo como ahora. Pero eran días más felices, porque aunque nos mataran o nos persiguieran, había siempre lugar para la esperanza, que la amistad raigal, fecunda, siempre abonaba. Allí estaban también Bolívar, Alan, los hermanos de Homero.
Recuerdo el plan de Toño para refugiarnos en Santa Ana del Yacuma cuando el MNR me perseguía por haber acudido a la primera conmemoración histórica del Día del Combatiente Heroico allá en la Santa Cruz profunda, en el villorrio de La Higuera, donde asesinaron al Che aquel fatídico 1967. Este quedó a cargo de otro personaje de antología llamado Tedy Farrachol que, con su revista Paitití, trajinaba los caminos de Beni y Pando para llevar a los pueblos un testimonio de su historia, de su quehacer, de su razón de ser. Esos días, hay que decirlo, en todo el ámbito amazónico, salvo La Palabra de Trinidad, no se editaba otra publicación y valga este texto para reafirmar la importancia de Paitití, donde Homero y yo, entre otros, colaborábamos. El Tedy no pudo cumplir su misión (contar los detalles es otro cuento) y debimos salir del país con Carolina, para evitar que me expulsaran por motivos políticos. Todo terminó un año después en el departamento que Homero tenía con Carmen Sandoval, su esposa de toda la vida, en el edificio Diana, en la avenida 6 de agosto. Todo terminó aluvionalmente cuando apareció en el piso el “Flaco” Gumucio, pero también esa es otra historia aunque ya siento cómo Homero se reirá cuando lea estas líneas y también regrese a esa noche, como todas aquellas noches, noches donde apenas se dormía porque había que vivir cada minuto de cada día y donde, como cita en su obra, parafraseando a Lezama Lima, “éramos milenarios”.
Ya no sé, esto huele a memorias, podría seguir escribiendo días, así que me atajo y solo diré que el primer texto que escribí sobre Homero se tituló, cómo no, “Un movima en Nueva York”, y trataba de las andanzas literarias de nuestro amigo en la Gran Manzana. Se publicó en Presencia, hace mil años, donde ―vale anotarlo― Homero me presentó a Julio de la Vega, otro consagrado de la literatura boliviana, que se convirtió para mí, en esos días de antaño, en una especie de entrañable padrino literario. Después, valga la reciprocidad y el reconocimiento de la amistad, Homero nos publicó, a Carolina y a mí, en uno de los cuentos que forman ese testimonio de fe en lo mismo que escribo y que, otro título brillante mediante, nuestro hermano bautizó como Seres de Palabras.
* * *
El libro que tienen en sus manos sigue una de las huellas que Homero viene labrando desde su primer libro. Pinta tu aldea y serás universal, dice el refrán y Homero, como el Gabo y su Macondo, ha hecho con tal vez una parte de lo más valioso de su obra exactamente lo mismo, dibujando su selva, su llanura, su Amazonia, su Santa Ana del Yacuma. Y sobre todo, a su gente.
Como a sus Reinos Dorados, a este libro hay que leerlo solo con el corazón y guardando el aliento hasta el final, para poder recibir de una sola vez toda su potencia expresiva, su carga emotiva y su apasionada belleza. Solo así la palabra logra todo su efecto evocador, balsámico y por eso mismo, curativo. En estos tiempos horribles, cuando esas selvas de las que habla mi amigo están siendo destruidas a diario, en estos tiempos donde parece que estuviéramos todos anestesiados, cojudamente anestesiados, al menos que la palabra sirva para curarnos el alma de tanto escarnio. Homero, como el chamán y su susurro mágico, consigue ese efecto con sus palabras. El cazador de sueños te cura, te cicatriza, te alegra, te magnetiza… ¿qué más se le puede pedir a la literatura?
Leyéndolo bien, se le puede pedir esto que ustedes podrán leer más adentro: “Yo nací en un pueblo con nombre de mujer santa y apellido de un dios de la llanura: Santa Ana del Yacuma, los jesuitas españoles evocaron a la santa y el pueblo movima bautizó al río. Palabras de lejos mezcladas con palabras de la tierra. Es cierto que no conocí a los seres de la selva porque me crié en las ciudades, pero es como si los hubiera conocido porque los llevo en la memoria y sus espíritus están conmigo; su recuerdo y su energía los guardó en mi corazón. El siglo se extinguió y yo sobreviví. El Dios, su Dios, nuestro Dios, quiso que yo me criara entre calles y avenidas para entender su mundo y contar del mío. Me sacaron de mi monte y de mi río, a cambio pude descubrir a los seres que habitan las metrópolis y que moran en parques, bibliotecas y museos, estos espíritus me ayudaron para que el fuego arrebatado a los dioses persista en mí”. Tal vez es el mejor contrapunto a lo que vine anotando. Homero, me emocionas, che, y estoy seguro de que a los lectores les pasará lo mismo.
Bueno, termino y digo que Conrad, el Joseph Conrad que con el movima tanto leímos y tanto amamos, decía en 1898 en la presentación de una de sus novelas, El Negro del Narcissus, que las palabras estaban gastadas porque habían sido vilipendiadas y mal usadas… “Ahora la escritura es nuestra voz”, afirma Homero en uno de sus sueños cazados, y habría que decir que sí pero solo cuando el que escribe es la voz del pueblo, la voz de su pueblo, la voz de todos, la voz que habla por todos. Como la tuya, querido hermano.
Fuente: Prólogo El Cazador de Sueños
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