miércoles, septiembre 22, 2010

Un cuento de Daniel Averanga Montiel : "Peso Muerto"


Peso muerto

Daniel Averanga Montiel.

El primer cuerpo lo trajeron a las dos de la tarde, justo en el instante que Miguel regresaba de almorzar.
Cinco policías regordetes, en apariencia coetáneos, cargaban dificultosamente aquel cuerpo cubierto por una frazada ploma, moteada de banderitas blancas y rojas. Miguel los contempló, sin decir ni hacer nada, hasta que ellos ingresaron de lleno en el recinto. Esperó que dejaran el cuerpo sobre una de las mesas de mármol y recién intervino:
—¿Dónde lo encontraron?
Uno de los policías se enjugó la frente con el borde de la manga verde olivo y contestó, entre jadeos:
—Frente a la Plaza Murillo.
Miguel frunció el entrecejo y asintió.
—Sería que lo revisen nomás. Ya está comenzando a heder —dijo otro policía, mirando al piso, como si no quisiera contemplar de nuevo el cuerpo que habían traído.
—Esto pesa una mierda —agregó el primer policía, haciendo girar su brazo derecho como el aspa de un molino, mientras sobaba el hombro resentido con la mano izquierda.
Los otros policías parecían hacer lo mismo, aunque con las miradas fijas en la puerta de salida.
Miguel contempló la frazada que se encorvaba por encima del cuerpo. No imaginaba que un muerto de aquel tamaño pesara tanto. Una mano salía por debajo del borde gris de la frazada, como si fuese continuación de la misma, y las uñas tenían, en las terminaciones, medialunas negras por la suciedad.
—¿Dónde dicen que lo encontraron?
—Cerca de la Plaza Murillo. En las gradas de la Iglesia —dijo el primer policía, a tiempo de hacer una seña a sus camaradas indicando la salida.
—¿No se van a llevar la frazada? —dijo Miguel, rascándose la cabeza.
El policía que estaba más cerca de la puerta se adelantó y dijo:
—Mejor que se quede con eso. Ya no sirve.
Qué extraño, pensó Miguel, al momento que los policías se aprestaban a salir.
—Un momento —dijo, notando que algo se movía debajo de la frazada.
Los policías se detuvieron. Algunos metieron las manos a los bolsillos para que nadie notara que temblaban.
Miguel se subió las mangas del guardapolvo y se acomodó los lentes.
Descorrió la frazada.
Una rata salió de la boca del muerto. Era de color café oscuro, como las bolas de pelo que regurgitan los gatos, pero más grande y líquida.
Apoyó sus patas traseras sobre la mejilla derecha del muerto y saltó, perdiéndose entre las frías sombras de la sala.

A las cinco, trajeron trece muertos más. Todos habían sido encontrados en medio de banquetas, plazas, graderías de Iglesias o salas de espera en hospitales.
Al igual que el primer cadáver, estos pesaban demasiado para sus dimensiones naturales, y cobijaban ratas en sus interiores: ratas descomunales, húmedas y hostiles, que emergían de sus bocas o anos, sin más intención que escapar, abriéndose paso con chillidos, garras y colmillos.

Miguel terminaba su horario a las seis y media, pero decidió quedarse unos minutos más, esperando las reacciones de Reis, el forense de turno. La presencia de las ratas era el común denominador, además del peso inusual y la tonalidad del color que presentaba la piel. El gris marcado no podía ser verosímil en estos casos, considerando que habían sido encontrados sin vida, de un momento a otro.
—Son esos suicidios en masa con drogas —dijo Reis—. Miguel, a ver, pensá en esa droga nueva... en el Azero: una sobredosis de Azero tiene casi los mismos efectos.
—Hay que comprobarlo con autopsia, hermano —dijo Miguel, cortándole—, y para realizar autopsia necesitamos permiso.
Reis se aclaró la garganta y miró hacia las cinco losas donde reposaban, amontonados, los cuerpos inertes. Todas estaban cubiertas por sábanas de tono amarillento.
—¿No te has puesto a pensar que las ratas son las directas responsables? —preguntó Reis—, es decir, ellas estaban en todos los cuerpos... y me viene la pregunta y la trato de contestar: ¿de cómo se metieron? Y te juro que no puedo explicarme nada. ¿Cómo van a morir tantas personas en plena vía pública, y todavía sin que nadie se dé cuenta? Ya los encuentran muertos, pesando una mierda... y hediondos además, como si hubieran dejado de respirar hace horas...
Miguel también miró las sábanas amarillentas. Se rascó la cabeza.
—Podríamos revisarlos —dijo.
—Pero —le cortó Reis, con un dejo de sorna—, ¿acaso tienes tiempo?
Miguel consultó su reloj, mordiendo su labio inferior. Tenía que llegar a casa. Marlene necesitaría su ayuda para atender al niño.
—Puedo quedarme una hora, a lo mucho —dijo, esforzando las palabras.
—Entonces, comenzaremos nomás —dijo Reis, enfundándose los guantes—; te apuesto a que es sobredosis de Azero.
Miguel no contestó. Se enfundó los guantes y sonrió.

Cortaron el cuerpo menos respetable; esto es: ropa sucia, mejillas moradas, barba tupida, olor a queso rancio entre las piernas, suciedad en los intersticios de los dedos de los pies y dientes podridos. El cuerpo parecía una estatua de cera pintada de un enfermo color canela grisáceo, como la piel de los tumores, tensa, brillante, purulenta. Cortar una línea diagonal de un hombro al centro del pecho, y lo mismo del otro lado. Unir los dos cortes como si fueran el origen de un ángulo para hacer una línea sola, hasta donde nace el vello ensortijado del pubis. Retirar la piel, las capas musculares y los tejidos, y después el crujir de las costillas.
Miguel y Reis acercaron sus mascarillas y sus barbijos hacia el interior.
El cuerpo no tenía más órganos que los pulmones.
Pero lo extraño era que los pulmones todavía funcionaban. Eran dos semilleros vivos de bronquiolos que temblaban como flores marchitas que son golpeadas por el viento.
Sólo Miguel cayó en la cuenta que el rostro del muerto tenía los ojos abiertos.

Miguel no creía en muertos que andan por ahí, devorando cerebros de vivos con violencia, pero cuando vio cómo Reis era atacado, tomó un bisturí y lo hundió en los pulmones expuestos del reanimado. Éste crispó sus dientes podridos y dejó de existir, pero ya era tarde: la sangre salía profusamente de una herida en el rostro de Reis, mientras sus manos se crispaban en convulsiones desesperadas.
Miguel sacó el bisturí de la maraña de tejidos color borra de vino que eran esos pulmones aguijoneados, justo en el momento en que los otros doce cuerpos abrían los ojos.
Salió de la morgue cuando los cuerpos comenzaban a levantarse.
Lo que no sabía era que en un millón setecientos mil noventa y tres morgues en todo el mundo sucedía lo mismo.

Las ratas dejaron de comer en las alcantarillas. Ascendieron durante varias noches, refugiados entre las sombras y la humedad, hacia las casas de los seres humanos. Una vez allá, se apostaron en los dormitorios y en los baños. Esperaron que los humanos se durmieran o se sentaran sobre los retretes para implantar sus embriones en ellos.
Ni las ratas, dentro de su capacidad instintiva, intuían el motivo que las arrastraba hacia esa arriesgada siembra.
Y los embriones no podían desarrollarse sin alimento.
La combinación entre una raza que se había alimentado en alcantarillas durante cientos de generaciones, junto a los genes de los anfitriones, criados con venenos en el agua, transgénicos en la ensalada y dióxido de carbono en el aire, determinaron la nueva forma de vida.
Una forma de vida pestilente, pesada y hambrienta.
Una forma de vida que, sin saberlo, dejaba en el anfitrión muerto otra forma de existencia, sin inteligencia ni lenguaje, pero con mucha fuerza y hambre.
Mucha hambre.

Miguel llegó a casa, con el rostro desencajado, sujetando el bisturí.
Eran las ocho de la noche.
En su horroroso trayecto distinguió, sobre las banquetas y descansillos de las plazas, gente recostada con las bocas abiertas y las palmas de las manos sobre las rodillas. Sus expresiones eran las de muñecos de titiritero.
Cuando abrió la puerta, sin más sorpresa que la de tener el bisturí en la mano derecha, encontró a su esposa echada sobre el sofá, mirando las noticias por la televisión.
—¿Y Pablo? —preguntó Miguel, casi sin aliento.
Marlene, sin sonreír, ladeó la cabeza hacia la habitación del bebé. Sus ojos estaban fijos en la televisión, que trasmitía imágenes de masacres jamás vistas: cuerpos corriendo, la policía atacando, la policía siendo atacada, la policía corriendo, el camarógrafo siendo atacado...
Desde varias partes de nuestro país nos llegan las imágenes impactantes del..., salían las palabras del televisor, cuando Miguel entró al cuarto y encontró al bebé envuelto en una manta de color amarillo encendido.
Dejó el bisturí y se acercó.
...no salga de su hogar, se lo repetimos, no salga de su hogar y ponga mucha atención... Las Fuerzas Armadas están preparando equipos de exterminio para..., decía el presentador de las noticias.
Miguel levantó al bebé con rapidez, queriendo darle una sorpresa, sonreírle...
Sintió toda la sangre dejar su rostro por el horror, cuando se dio cuenta que el bebé pesaba demasiado para su edad.
Los ojos quisieron salírsele de las órbitas al ver que la boquita de su hijo estaba más abierta de lo normal.
Escuchó unos pasos detenerse detrás de él.
Eran las anómalas pisadas de su esposa... que ya no era su esposa.

1 Comments:

Blogger Eclipse Rojo said...

Es lógico que, con el pasar del tiempo, la humanidad algún día llegue a estos extremos, pues, hoy en día esta de moda todas esas cosas que hacen mal al planeta y a nosotros mismos.

Agradeceré su visita:

EclipseRojo.Bo.vg

7:27 a.m.  

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