H. C. F. Mansilla
EL POPULISMO Y LA TENTACIÓN DEL TOTALITARISMO
LA CULTURA POLÍTICA EN BOLIVIA Y LA PRAXIS DEL ESTADO DE DERECHO
Preliminares
Al igual que en una parte considerable de América Latina, una cultura de la legalidad de corte moderno, racional y previsible es todavía hoy una asignatura pendiente en Bolivia. Lo mismo puede decirse de la prevalencia del Estado de derecho. No hay duda de los progresos registrados desde la restauración de la democracia en 1982, pero todavía carecemos de una cultura política democrática y pluralista que se haya consolidado seriamente en todos los estratos sociales y ámbitos geográficos del país. Desde las primeras encuestas de alta representatividad (1999) sobre estos temas, la evidencia empírica ha mostrado la coexistencia de nuevas orientaciones democráticas junto con viejas normativas autoritarias: las mismas personas que apoyan la democracia persisten en practicar valores autoritarios, y viven así "entre dos mundos". De este modo la comprobación empírica ha confirmado las intuiciones de historiadores, ensayistas y escritores acerca de un sustrato intolerante, autoritario, colectivista y centralista que obviamente no pertenece a la esencia de la identidad nacional - es dudoso que tal cosa metafísica realmente exista -, pero que influye desde larga data sobre el quehacer político de la nación.
La cultura de la legalidad y el Estado de derecho no han adquirido una carta segura de ciudadanía y siguen sometidos en gran escala a consideraciones de oportunidad y a los vaivenes del poder político. En el caso específico de la cultura de la legalidad se puede adelantar la hipótesis de que las prácticas cotidianas de una buena parte de la población boliviana y de las instancias gubernamentales prosiguen pautas culturales de carácter premoderno y a menudo irracional, que dificultan una convivencia razonable de los bolivianos en la época actual. Se trata, por otra parte, de padrones de comportamiento colectivo que están muy difundidos en casi todos los sectores sociales del país, y que son apreciados positivamente por los mismos, lo que impide un cambio sustancial en el corto plazo.
Se puede argüir, evidentemente, que los procesos de modernización técnico-económica y de globalización cultural, en los cuales Bolivia está inmersa desde hace décadas, han influido de modo positivo sobre el funcionamiento de la administración pública y sobre los estilos de hacer política, de manera que no podría sostenerse la tesis de la naturaleza premoderna de las prácticas socio-políticas bolivianas. La realidad es más compleja. En las ciencias sociales se conoce bastante bien el fenómeno siguiente. Los cambios en la dimensión del comportamiento individual y colectivo son por naturaleza muy lentos y no coinciden necesariamente con modificaciones en los terrenos de la economía y la tecnología, por más profundas que sean estas últimas. Uno de los rasgos centrales de la historia contemporánea del Tercer Mundo consiste justamente en que la adopción del progreso tecnológico, la introducción de la economía de libre mercado, la utilización de los sistemas más avanzados de comunicaciones y la importación del armamento más sofisticado pueden tener lugar en medio de la preservación de rutinas culturales que vienen de muy atrás y que mantienen su preeminencia en los campos de la política, el tratamiento efectivo de las leyes, la relación cotidiana del ciudadano con los poderes del Estado y la vida familiar e íntima.
Esta problemática será abordada en las siguientes líneas desde una perspectiva de las ciencias políticas y no desde la disciplina jurídica. El acento principal recaerá, por lo tanto, en el análisis de los valores de orientación y las pautas colectivas de comportamiento, pero en su relación con la esfera de las normas constitucionales y legales, es decir: con la cultura de la legalidad, aunque a primera vista se trate de una vinculación indirecta.
Populismo como reacción ante fenómenos de desilusión masiva
En América Latina en general y en la zona andina en particular se puede observar un fenómeno recurrente, ya estudiado por la sociología política: los avances en la educación democrática y la ampliación de la vigencia de los derechos humanos suceden a veces paralelamente a un vigoroso renacimiento (1) de la aun vigorosa tradición cultural del autoritarismo, (2) de corrientes indigenistas y (3) de movimientos populistas teñidos de nacionalismo y socialismo. Estos movimientos poseen rasgos exteriores de una gran visibilidad simbólica. Sus características "públicas" están concebidas para el consumo popular masivo, y no siempre tienen una significación profunda y duradera. La constelación actual en Bolivia es confusa a primera vista porque el movimiento populista y los sectores políticos afines tienen la reputación de encarnar la progresividad histórica y una auténtica modernización según las verdaderas necesidades del país. Esta opinión está muy difundida en la sociedad boliviana y, lamentablemente, también en círculos de la cooperación internacional. Simultáneamente esta misma corriente fomenta de manera muy efectiva actitudes, valores y normas que denotan un marcado carácter premoderno, una propensión a lo antidemocrático, iliberal y antipluralista y un talante anticosmopolita, provinciano y nacionalista.
Por lo tanto: uno de los caminos más fructíferos para comprender lo específico de la cultura de la legalidad en Bolivia consiste en analizar la cultura política general que propagan y, sobre todo, que practican las tendencias populistas y socialistas en el país. Para entender la actual cultura de la legalidad parece, por ende, promisoria la senda que analiza el porqué del relativo fracaso del modelo liberal-democrático en Bolivia y que examina los motivos paralelos del auge del populismo. Este breve texto intenta explorar algunas de las causas que en los últimos años propiciaron el desencanto con la democracia liberal y el ascenso concomitante del populismo en diferentes variantes, todo ello en conexión con el renacimiento de una cultura de la legalidad con rasgos claramente premodernos, lo que significa, en el fondo, un retroceso histórico. Por ejemplo: el núcleo profundo de la ideología de los partidos populistas es una doctrina elemental para tomar y consolidar el poder político; todos los oropeles revolucionarios, indigenistas y nacionalistas representan un espectáculo, obviamente imprescindible, para ganar adherentes internos y para satisfacer las expectativas, a veces muy curiosas, de los donantes y cooperantes externos. No son ideologías programáticas en sentido estricto, que contribuyen a inspirar y a moldear grandes procesos revolucionarios. Y ahí se presenta uno de los grandes problemas contemporáneos. Notables movimientos de masas, como los actuales partidos populistas del área andina, postulan políticas públicas "justas" (para las mayorías siempre explotadas), envueltas en un discurso moderno y convincente. Parecen, por ende, concepciones progresistas para reorganizar la sociedad respectiva y soluciones anti-elitistas a los problemas de desarrollo (la "refundación" del país respectivo, por ejemplo). Estos aparatos ideológicos reproducen, empero, prácticas consuetudinarias para manipular a las masas, reiteran programas y planes desautorizados por la historia y revigorizan rutinas irracionales referidas a la legalidad y al Estado de derecho. La formación de las decisiones y voluntades políticas en el seno del partido gobernante en Bolivia desde enero de 2006 es verticalista en el sentido de que los de arriba conciben y ordenan y los de abajo obedecen y cumplen; si existieran opiniones divergentes, estas se evaporan rápidamente ante la intervención concluyente de las instancias superiores. Es difícil imaginarse algo menos espontáneo que las marchas, manifestaciones y bloqueos protagonizados por miles de adherentes de aquel partido, que acuden a los lugares de concentración si reciben la orden correspondiente, el aliciente financiero y la amenaza clara en caso de desobediencia; sin el modesto apoyo pecuniario las actividades masivas voluntarias en Bolivia serían mucho más reducidas.
En este contexto (de una considerable distancia entre las pretensiones teóricas altisonantes del populismo y la modestia de sus resultados prácticos) es útil referirse muy brevemente a la diferencia entre populismo y neopopulismo. El populismo que podemos llamar clásico (cuyo ejemplo paradigmático fue el régimen de Juan Domingo Perón en Argentina, 1943-1955) genera un desplazamiento descendente de la oligarquía política tradicional, fomenta la ascensión de nuevos sectores sociales, posee una fuerte voluntad de reformas y está asociado a la posición preponderante del sindicalismo, mientras que el neopopulismo favorece pactos, así sea encubiertamente, con los estratos privilegiados y exhibe una débil voluntad de reformas auténticas, pese a una retórica radical. En el neopopulismo el sindicalismo autónomo está constreñido a un rol subordinado, mientras que los medios masivos de comunicación juegan un rol decisivo y omnipresente. Tanto el populismo como el neopopulismo postulan, en contraposición a las doctrinas marxistas, una alianza de clases sociales, un modelo mixto de economía y una ideología nacionalista (y no un programa de la emancipación del género humano mediante la dictadura transitoria de la clase obrera).
Volviendo a las causas de la constelación actual: un factor esencial debe ser visto en el desencanto colectivo generado por los modelos llamados neoliberales en América Latina y especialmente en Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela. En estos cuatro países las élites asociadas al neoliberalismo y a la economía de mercado desregulado han tenido un historial particularmente mediocre en el campo de la ética social y en el desempeño técnico de las funciones gubernamentales. El descalabro del sistema tradicional de partidos - muy notorio en estos cuatro estados - tuvo lugar paralelamente al desprestigio de las modernas élites tecnocráticas. No se trata sólo de una mala gestión económica de los regímenes liberal-democráticos, sino de una decepción cultural muy amplia, percibida como tal por la mayoría de la población. Y esto es lo preocupante.
Uno de los problemas poco estudiados por los enfoques convencionales de las ciencias sociales, pero de importancia esencial, se refiere a la calidad intelectual y ética de los grupos dirigentes que fueron los encargados de implementar las reformas modernizadoras, introducir la economía de libre mercado, consolidar las democracias y asumir los gobiernos respectivos (en Bolivia de agosto de 1985 a enero de 2006). Se puede afirmar que la gestión deficitaria de los partidos asociados al neoliberalismo no fue el único factor que desencadenó la desilusión colectiva. La presión demográfica, las demandas de las nuevas generaciones y de los grupos que pugnaban por reconocimiento, trabajo y bienestar, el resurgimiento de las identidades indígenas y la lucha por recursos naturales cada vez más escasos han promovido efectivamente una decepción casi ilimitada con respecto a lo alcanzado y a lo alcanzable en los terrenos, social, económico y político. No se trata, en el fondo, de una apreciación objetiva de parte de las masas (los resultados del neoliberalismo no fueron tan negativos en ninguno de los cuatro países), sino de cómo el desarrollo histórico es percibido por amplios sectores sociales. Y esta percepción colectiva es muy desfavorable al conjunto político-ideológico que hoy se denomina neoliberalismo. No hay duda de que las corrientes populistas han desplegado un notable virtuosismo al conformar y manipular las imágenes públicas ahora predominantes en torno a los logros y fracasos del neoliberalismo. Al perfilarse paulatinamente estos problemas en el horizonte político, las élites tradicionales no pudieron esbozar una solución adecuada ni tampoco un imaginario colectivo más o menos favorable a sus intereses. Frente a este vacío de opciones dentro del espectro convencional de partidos, una buena parte de la población ha sido seducida por el discurso del populismo con ribetes socialistas e indigenistas. No se trata de una elección racional de estos sectores sociales sopesando los nexos de los propios intereses con el programa populista o analizando cuidadosamente las políticas públicas propuestas por los movimientos contestatarios, sino de un encandilamiento socio-cultural generado por un discurso grandilocuente, ambicioso y fríamente calculado frente a la mediocridad representada por los partidos tradicionales.
La combinación de todos estos factores engendró una "recuperación" de las tradiciones políticas autóctonas, es decir antidemocráticas y antipluralistas que ahora se expanden nuevamente por el área andina y otras regiones de América Latina, junto con un crecimiento considerable del potencial electoral de los partidos populistas. La falta de un mejoramiento substancial del nivel de vida de las clases subalternas - o la creencia de que la situación es así -, el carácter imparable de la corrupción en la esfera político-institucional y la ineficiencia técnica en el ejercicio de funciones públicas han sido, como se mencionó, los factores que han desencadenado el sentimiento mayoritario de la desilusión con la "democracia pactada". El populismo nacionalista e indigenista, que en Bolivia ha desplegado sus alas en los últimos años criticando exitosamente a la democracia representativa "occidental", ha significado en el fondo un claro retroceso en la configuración de las estructuras partidarias internas, en el debate de argumentos ideológicos y en la construcción de gobiernos razonables, pues ha revigorizado una amplia gama de procedimientos paternalistas, clientelísticos y patrimonialistas, dotándoles de un simulacro muy efectivo de participación democrática. El funcionamiento interno del partido gubernamental boliviano (a partir de 2006) no se distingue, justamente, por ser un dechado de virtudes democráticas, ni en la elección de los órganos superiores del partido por las instancias inferiores ni tampoco en la formulación programática que provenga espontáneamente de las filas de los militantes de base.
En Bolivia la victoria del populismo nacionalista-socialista en 2006/2008 se asemeja en algunos rasgos a la involución democrático-institucional que tuvo lugar a partir de la Revolución Nacional de 1952. Por ello no es superfluo un breve vistazo histórico. Después de la Guerra del Chaco (1932-1935) y el descalabro de los partidos y las élites tradicionales, surgieron nuevos partidos de corte nacionalista y socialista que jugaron un rol decisivo en las décadas siguientes. Ellos eran la manifestación de sectores anteriormente excluidos del ejercicio del poder, sobre todo los grupos y asociaciones del ámbito provinciano y municipal, que hasta entonces habían tenido una participación exigua en el manejo de la cosa pública. Los estratos altos tradicionales y sus partidos ejercieron el gobierno por última vez en los periodos 1940-1943 y 1946-1952 e intentaron a su modo modernizar las actuaciones políticas, dando más peso al Poder Legislativo, iniciando tímidos pasos para afianzar el Estado de derecho y estableciendo una cultura política liberal-democrática. Estos esfuerzos no tuvieron éxito porque precisamente una genuina cultura liberal-democrática nunca había echado raíces duraderas en la sociedad boliviana y era considerada como extraña por la mayoría de la población. Por otra parte esta cultura liberal-democrática fue combatida ferozmente por las "nuevas" fuerzas nacionalistas y revolucionarias. La lucha contra la "oligarquía minero-feudal" encubrió eficazmente el hecho de que estas corrientes radicalizadas detestaban la democracia en casi todas sus formas y, en el fondo, representaban la tradición autoritaria, centralista y colectivista de la Bolivia profunda, tradición muy arraigada en las clases medias y bajas, en la esfera rural y las ciudades pequeñas y en todos los grupos sociales que habían permanecido secularmente aislados del mundo exterior. El nacionalismo era y es, en el fondo, una renovación del clásico espíritu centralista, autoritario y anticosmopolita que está vigente desde la era colonial. Los nacionalistas y populistas de entonces asociaron la democracia liberal y el Estado de Derecho con el régimen presuntamente "oligárquico, antinacional y antipopular" que fue derribado en abril de 1952. En el plano cultural y político estas corrientes populistas promovieron un renacimiento de prácticas autoritarias y el fortalecimiento de un Estado omnipresente y centralizado. A partir de 1952 y en nombre del desarrollo acelerado se reavivaron las tradiciones del autoritarismo y centralismo, las formas dictatoriales de manejar "recursos humanos" y las viejas prácticas del prebendalismo y el clientelismo en sus formas más crudas. Todo esto fue percibido por una parte considerable de la opinión pública como un sano retorno a la propia herencia nacional, a los saberes populares de cómo hacer política y a los modelos ancestrales de reclutamiento de personal y también como un necesario rechazo a los sistemas "foráneos" y "cosmopolitas" del imperialismo capitalista.
Hoy tenemos un retorno de esas viejas prácticas y doctrinas. Las perspectivas a largo plazo no son promisorias. Y a ello contribuye el hecho de que los valores populistas de orientación permanecen enraizados profundamente en una larga tradición que proviene de la época colonial española, sobre todo en aquellos países que no han tenido procesos sostenidos de modernización.
Tradiciones culturales con respecto a la esfera legal
Desde la época de la colonia española se arrastra en Bolivia una tradición masiva de concebir la esfera legal de manera ambivalente. La concepción más difundida sobre el derecho y las leyes puede ser calificada como una oscilación entre (a) la pretensión de vigencia universalista de las normas y (b) la interpretación cotidiana y particularista de las mismas, interpretación que deja reconocer un sustrato muy antiguo de una sapiencia práctica y pragmática que "acerca" y modifica la ley abstracta a la realidad política y a las relaciones efectivas de poder. En toda el área andina se puede observar la existencia paralela de dos sistemas "legales" de orientación: los códigos informales, de naturaleza oral, por un lado, y los códigos formales, transmitidos como estatutos escritos, por otro. A simple vista los primeros tienen un carácter gelatinoso, cambiante e irracional, mientras que los últimos poseen una estructura lógica y pueden ser enseñados e interpretados de manera homogénea, sistemática y permanente. Los códigos informales no se aprenden mediante libros, cursos y universidades, sino en la práctica de cada día. Esta es su gran ventaja: tienen una vigencia prerracional, obvia y sobreentendida. No requieren de teorías y explicaciones para ser aceptados, y su validez está por encima o más allá de los ejercicios de la lógica discursiva. Los códigos informales viven en el silencio y la sombra, pero son seguidos por una gran parte de la población con un acatamiento sumiso y hasta con obediencia afectuosa. Los códigos formales son respetados sólo coram publico, es decir cuando hay que suponer una extensa audiencia mixta, dentro de la cual pueden hallarse personalidades y autoridades ya modernizadas, que no tolerarían una apología de los códigos premodernos. Por ello los códigos formales escritos son celebrados con cierta solemnidad (y sin ironía) en toda ocasión pública o académica y están presentes en infinidad de leyes escritas, pero su vigencia es limitada y circunstancial.
Muchos de los elementos político-institucionales heredados y mantenidos desde la colonia española - como el patrimonialismo, el nepotismo y el favoritismo - no coadyuvan a edificar una confianza pública en la igualdad ante la ley ni en la objetividad de cualquier actuación de la administración pública. Por ejemplo: desde hace siglos el grueso de la población identifica el puesto estatal con su detentador momentáneo. El caudillo político que puede distribuir cargos estatales es visto, en el fondo, como el propietario legítimo del aparato gubernamental. Los poderosos tienen una óptica patrimonialista muy similar: se sirven del Estado para conceder prebendas, consolidar sus intereses y "colocar" adecuadamente a su clientela y parentela. En el patrimonialismo se diluye el límite entre lo público y lo privado (o entre gobierno y partido): lo estatal es percibido por la clase política como la posibilidad de acrecentar lo privado. Esta situación se intensifica hoy bajo los regímenes populistas, como lo demuestra la política cotidiana en Nicaragua, Bolivia, Ecuador y Venezuela. El funcionamiento diario del Estado deja de ser algo impersonal y se convierte en un embrollo de "relaciones" que puede ser influido exitosamente por intereses particulares, personas con buenos "contactos" y amigos del gobernante de turno. El Estado de derecho - que puede muy bien existir en el papel - no se difunde hacia abajo, no penetra en la mentalidad de las capas populares. La población no tiene confianza en las actuaciones estatales. Pese a los esfuerzos de modernización el Estado sigue siendo el multiplicador de prebendas y canonjías pasajeras: la empleomanía es hoy facilitada por la tecnología moderna. Como además prosigue la tradición colonial española que devalúa el trabajo manual y el creador, la gente prefiere un cargo mal pagado en un escritorio público o privado a un trabajo productivo en la agricultura o la manufactura.
A ello se agregó en la colonia la inclinación a sobrerregular toda actividad humana por medio de estatutos legales, propensión que en Bolivia sigue vigente al comienzo del siglo XXI. La sobreproducción de leyes y disposiciones y, al mismo tiempo, la desidia y lentitud administrativas ocasionan la imposibilidad de aplicarlas adecuadamente en la praxis, lo que conduce al corolario: obedezco pero no cumplo, como se decía en la era virreinal. Ha resultado inevitable que surgieran sistemas extralegales para diluir el centralismo y la sobrerregulación, sistemas válidos hasta hoy y que a su vez producen burocratismo: laxitud en la aplicación de las leyes, sobreposición de normas, duplicación premeditada de funciones, impunidad de los funcionarios, desorganización interna de las oficinas y los despachos, rutinas innecesarias y superfluas e, inevitablemente, la predisposición a ejecutar trámites al margen de las regulaciones existentes. La praxis anómica es casi siempre el correlato de la sobreproducción de reglas. Esto ha fomentado una mentalidad de astucia, disimulo, ventajas y picardía individuales, pero no una cultura cívica razonable y duradera, basada en el Estado de derecho, en el respeto al ciudadano y en la pluralidad de opiniones. Es interesante señalar que la predisposición a los trucos y las artimañas - eludir leyes y estatutos de una manera considerada como habitual y casi legítima - se halla muy expandida dentro del pequeño universo de abogados, jueces, fiscales y gestores, con lo que se perpetúa una tradición fuertemente arraigada desde la época virreinal. Estas antiguas rutinas y convenciones permean en la actualidad la mentalidad boliviana y no son vistas como algo negativo por la mayoría de la población. Este legado cultural coadyuva a que la ley represente una realidad extraña, arbitraria y sin fuerza moral. La popular sentencia: "Para los amigos todo, para los enemigos la ley", es un buen ejemplo de esa situación, pues engloba por un lado la discrecionalidad y arbitrariedad de las autoridades cuando existe una voluntad política, y por otro la concepción, tan arraigada en toda la sociedad, de que la ley es básicamente un castigo y una maldición. La actual tendencia del gobierno boliviano de "aplicar" la ley en todo su rigor a los opositores políticos, sobre la base de cualquier trivialidad, real o inventada, tiene un curioso antecedente en la praxis del nacionalsocialismo alemán (1933-1945), que utilizó la apariencia de la legalidad más severa para destruir a sus adversarios políticos según las normas vigentes. Aquí es posible detectar una de las tentaciones del totalitarismo.
Sobre todo en el área andina y en Bolivia en particular se han mantenido algunas rutinas típicas de la era colonial española: la lentitud y complicación de los trámites, el centralismo administrativo y político, el desconocimiento del mundo exterior, el genio inventivo consagrado principalmente a los trucos y las artimañas, el antipluralismo cultural, los privilegios no codificados de los altos funcionarios, la imprevisibilidad de los actos gubernamentales y administrativos y, en general, la falta de un espíritu innovador junto con una actitud tendiente al monopolio decisorio de aquellos que detentan ocasionalmente el poder supremo. Todo esto ha conducido a la formación de una cultura de la legalidad que se distingue por su carácter ambiguo, laxo y oportunista.
Ahora bien: la dualidad legal antes mencionada (la vigencia de códigos paralelos) se complica hoy en día en el área andina debido a un proceso acelerado de urbanización y modernización, que conlleva más problemas que soluciones, ya que genera más demandas, esperanzas e ilusiones de las que puede satisfacer. La complejidad de las nuevas estructuras sociales y la variedad inesperada de normativas de orientación han producido prolongados fenómenos de anomia, desestructuración e inseguridad. Peter Waldmann, a quien debemos notables estudios sobre los fenómenos de anomia en América Latina, señaló que la falta de reglas claras, generalmente aceptadas y practicables o, a menudo, la evaporación de las mismas con extraordinaria facilidad, ocurren paralelamente a la expansión y modernización de un aparato estatal deficiente y corrupto, que no puede asegurar para sí el monopolio de la coacción física legítima ni garantizar la prestación de servicios sociales indispensables.
A todo esto se agrega una concepción particularista del derecho, que dificulta que la población vea en él un cuerpo abstracto de reglas universales, que deben ser aplicadas sin consideración de (poderosos) intereses particulares y sectoriales. La cultura boliviana de la legalidad es incomprensible sin analizar este sesgo particularista. El paralelismo de los dos códigos no genera habitualmente grandes conflictos (y menos dilemas de conciencia); las personas y los grupos exitosos saben hablar los dos lenguajes con una gran capacidad de disimulo y manipulación. Un ejemplo muy conocido de esta constelación es la vigencia a veces ocasional de fallos judiciales (por ejemplo de la Corte Suprema de Justicia y del Tribunal Constitucional) o la validez sólo parcial de disposiciones constitucionales y la aplicación incompleta de referéndums; sólo se reconoce su vigencia plena si políticamente favorecen a los intereses dominantes de turno. La historia boliviana no carece de ejemplos que ilustran esta tendencia a la manipulación de disposiciones legales. El plebiscito del 11 de enero de 1931, llevado a cabo en óptimas condiciones técnicas, prescribía (entre otros puntos) la transformación de Bolivia en una estructura federal. Esta decisión del pueblo soberano no se implementó en la praxis por una determinación gubernamental y - esto es lo notable - nadie protestó por tal hecho. (Los otros puntos de este referéndum fueron incorporados a la constitución de la época.)
Lo más importante en el análisis de la cultura de la legalidad boliviana y andina debe ser vista en la existencia de dos órdenes legales simultáneos, lo que conduce a largo plazo (A) a la erosión de la confianza social en las normas de convivencia, (B) a debilitar la confianza del ciudadano en el Estado y la administración pública, y (C) a ensanchar - o, por lo menos, a perpetuar - el poder fáctico de los estratos ya privilegiados, puesto que estos dominan las aptitudes hermenéuticas para "manejar" los códigos paralelos adecuadamente y en el momento preciso. El otro gran peligro reside en que la frontera entre la informalidad y la criminalidad es muy porosa, pero su transgresión abierta está "reservada" para los que saben administrar estos asuntos. La sensación de inseguridad tiene que ver con una generalización de la desconfianza, atmósfera propicia a los intereses ya establecidos, y que éstos tienen poco interés de modificar.
El rasgo más preocupante de la actual cultura de la legalidad ha consistido en tolerar los muy diversos aspectos del autoritarismo, cuya aceptación tácita por los partidos izquierdistas, el movimiento sindical, los maestros de escuela y los intelectuales progresistas representa una muestra evidente de rutinas y convenciones de enorme fuerza normativa y orientadora, naturalmente en el terreno de la praxis cotidiana. A estos sectores sociales no les preocupa mucho el fenómeno del burocratismo, el embrollo de los trámites (muchos innecesarios, todos mal diseñados y llenos de pasos superfluos), la mala voluntad de los funcionarios en atender al público o el mal funcionamiento del Poder Judicial. Hasta hoy (a comienzos del siglo XXI) ningún partido izquierdista o pensador socialista, ningún sindicato de obreros o empleados, ninguna asociación de maestros, colegio de abogados o grupo campesino, ninguna corriente indigenista o indianista había protestado contra ello. Las grandes reformas del aparato estatal y del Poder Judicial y el propósito de reducir el fenómeno burocrático no partieron de estos sectores, sino casi exclusivamente de la empresa privada, de las instituciones de cooperación internacional y de individuos esclarecidos de la alta administración pública. Lo paradójico del caso estriba en que los pobres y humildes de la nación conforman la inmensa mayoría de las víctimas del burocratismo, la corrupción y del mal funcionamiento de todos los poderes del Estado; los partidos de izquierda y los pensadores revolucionarios, que dicen ser los voceros de los intereses populares, jamás se han apiadado de la pérdida de tiempo, dinero y dignidad que significa un pequeño roce con la burocracia y el aparato judicial para la gente sufrida y modesta del país.
Esta constelación cada día más compleja de factores negativos o, por lo menos, preocupantes, florece en medio de una pugna cada vez más virulenta por recursos naturales escasos, pugna que es alimentada y complicada por el renacimiento de conflictos étnicos. Este es el trasfondo del caso boliviano del presente. Por lo general se trata de una mixtura de anomia social con expectativas cada vez más altas de consumo masivo, lo que intensifica un peligro muy grave que siempre estuvo presente y que puede ser descrito de forma breve como sigue. En la sociedad boliviana actual podemos percibir algo así como una disipación continua de la energía, una desintegración de las instituciones que garantizan el orden, una intensificación de la descomposición de normativas estructurantes y finalmente tendencias autodestructivas (por ejemplo el incremento de la criminalidad y la inseguridad y la destrucción incesante del medio ambiente). Este fenómeno de entropía social no sólo se manifiesta en el incremento espectacular de la inseguridad ciudadana, sino también en la declinación de las competencias punitivas del Estado (salvo, claro está, en cuestiones claramente políticas, donde el Estado boliviano, por ejemplo, usa su capacidad punitiva sin escrúpulos) y en la incapacidad estatal de generar confianza ciudadana en las normas legales y en los órganos que las administran. Esta constelación, intensificada por regímenes populistas, puede desembocar en soluciones autoritarias y tal vez totalitarias.
El populismo y la cultura de la legalidad
No existe unanimidad en la literatura científica en torno a una definición del populismo. En un texto clásico referido a América Latina, Alistair Hennessy calificó el populismo como el sistema organizativo para sincronizar grupos de intereses diferentes, con un liderazgo eminentemente carismático proveniente de la clase media desarraigada. Hennessy subrayó el carácter manipulativo del populismo, pues la comunicación interna sería siempre unidireccional: del líder al pueblo. Dentro del partido los militantes tienen en realidad poco que decir. La mayoría de los partidarios del populismo estaría compuesta por aquellos expuestos directamente (en cuanto víctimas) a los grandes procesos de cambio acelerado (urbanización, modernización, globalización). Conformarían la masa disponible, proclive a ser manejada soberanamente por la dirigencia. Los diversos sectores que conforman un movimiento populista tienen en común su anhelo de reducir los privilegios de las clases altas tradicionales y ensanchar su propia base de derechos (incluidas las mejoras salariales).
En un estudio importante, Peter Worsley analizó la ideología populista, llegando a la conclusión de que esta es ante todo anti-elitaria y anti-intelectual. Su comprensión no exige grandes esfuerzos teóricos a ningún simpatizante o militante. En el fondo se reduce a una visión dicotómica de toda actividad política: patria / antipatria, los de adentro contra los foráneos. No adopta la concepción marxista de la lucha de clases. El enfoque está destinado al hombre simple, al campesino pobre o al clásico descamisado peronista. Los regímenes populistas producen en general programas modestos de asistencia social, pero bien publicitados y mejor vendidos a la opinión pública. Ellos saben el valor actual del espectáculo circense. Existe un nexo directo de la masa al líder sin pasar por instancias institucionalizadas del partido o de la organización.
La experiencia histórica nos señala que las preocupaciones prevalecientes de las jefaturas y los ideólogos populistas estuvieron y están centradas en el control e indoctrinación de los adherentes, en la conquista del poder político, en atribuir al Otro por excelencia (la oligarquía, los países "imperialistas", los disidentes) la responsabilidad por todo lo negativo, en programas de asistencia social y, ocasionalmente, en ambiciosos intentos de modernización acelerada. Pero ninguno de ellos ha mostrado interés por difundir una educación política crítica, por analizar adecuadamente el pasado, los valores contemporáneos de orientación y las pautas normativas de comportamiento o por popularizar una cultura racional-moderna de la legalidad. El mismo Estado de derecho jamás formó parte de los designios populistas de ningún país. Estas "cosas" son consideradas como minucias sin importancia de la burguesía moribunda. Más bien: la tentación de formular promesas irrealistas, el vituperio radical de los adversarios, la práctica de la improvisación a todo nivel y la demagogia ininterrumpida representan las prácticas más usuales de los liderazgos populistas. En el fondo, es una tendencia a la desinstitucionalización de todas las actividades estatales y administrativas. Esta desinstitucionalización afianza paradójicamente el poder y el uso discrecional del aparato estatal por parte de la jefatura populista. Este acrecentamiento del poder de los arriba (con su correlato inexorable: la irresponsabilidad) sólo ha sido históricamente posible a causa de la ignorancia, la credulidad y la ingenuidad de los de abajo.
Los estudios favorables al populismo, que a comienzos del siglo XXI son una verdadera legión, atribuyen una relevancia excesiva a los (modestos) intentos de los regímenes populistas de englobar a los explotados y discriminados, a las etnias indígenas y a los llamados movimientos sociales. Estos enfoques auspician inclinaciones colectivistas, descuidan el potencial de autoritarismo inmerso en los sectores subalternos de la sociedad y en sus prácticas políticas consuetudinarias, dejan de lado las consecuencias globales de la problemática ecológico-demográfica y no dejan vislumbrar una posición genuinamente crítica frente a los fenómenos de regresión que también entrañan todos los procesos de modernización. En suma: en lo referente a aspectos centrales de la temática contemporánea, tanto las concepciones institucionalistas de cuño liberal-democrático como aquellas favorables a nuevos modelos populistas, indigenistas y socialistas exhiben una ceguera similar.
El tipo de elecciones que se vuelven habituales en regímenes populistas es el de las semicompetitivas, que, sin vulnerar directamente las normas legales usuales para la ejecución de elecciones, hace competir a un partido gubernamental muy poderoso, con abundantes recursos financieros y con fuerte presencia en los medios masivos de comunicación, contra una oposición débil, que de antemano lleva el estigma de elitaria u oligárquica, endosado hábilmente por la ubicua propaganda gubernamental. Este tipo de elecciones sirve para consolidar efectivamente un modelo autoritario sin llamar la atención negativamente, puesto que el voto de los sectores populares, cuya formación política es muy deficiente, está asegurado de antemano.
En América Latina podemos observar un fenómeno repetitivo, el populismo autoritario, que representa en realidad un fundamento básico de tradiciones culturales muy arraigadas y resistentes frente a cambios de mentalidad y valores culturales. Un ejemplo se encuentra en el área andina, donde las sociedades parecen repetir cíclicamente periodos breves de democracia efectiva y épocas largas de autoritarismo caudillista. En un informe sobre la situación de la cultura política en Bolivia, basado en una amplia encuesta de alta representatividad, los autores llegan a la conclusión de que la sociedad boliviana es una de las más intolerantes en América Latina, sobre todo en referencia a "los grupos que permanentemente manifiestan su desacuerdo con el sistema político del país". Los otros países del área andina exhiben índices similares de intolerancia.
En varias sociedades latinoamericanas (Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Venezuela) tiende a consolidarse un régimen que no es ni socialista ni capitalista - para usar términos sencillos. Y en sus diversas manifestaciones no ha resultado ser propicio para establecer una democracia digna de ese nombre. Los medios de producción más importantes (los recursos llamados "estratégicos") permanecen en manos del Estado, lo cual no se debe a una planificación patriótica de largo aliento, sino a la necesidad de la clase política dominante de corte burocrático (la "clase estatal") de disponer fácilmente de rentas y puestos laborales para repartir entre sus allegados y clientes. El criterio decisivo para conocer al estrato gobernante en sociedades centralizadas y autoritarias no es la propiedad jurídica de los medios de producción, sino el acceso a la burocracia estatal, es decir el dominio sobre el aparato burocrático, independientemente de una tendencia capitalista o socialista del régimen en cuestión. No hay duda de que actualmente esta privilegiada "clase estatal" debe someterse a pruebas constantes de legitimidad, como elecciones generales periódicas, pero las tradiciones históricas, la ingenuidad de la población y el manejo adecuado de los medios modernos de comunicación le permiten el disfrute del poder sin muchos contrapesos. Esto incluye habitualmente la facultad de distribuir el excedente económico (como lo denominan los marxistas), el goce del prestigio público y el control sobre el autorreclutamiento de sí misma (casi siempre mediante cooptación). Como casi todos los estratos dominantes, esta clase política desarrolla paulatinamente inclinaciones conservadoras y un talante autoritario, que se manifiestan por ejemplo en el culto exorbitante a los gobernantes, la expansión del secreto de Estado y la propensión a controlar celosamente las actividades ciudadanas.
De todas maneras este régimen de propiedad es muy popular, pues brinda a las masas la ilusión de que las principales riquezas del país corresponden a "toda la nación" y no a unos pocos capitalistas privados. Sin la propiedad de los medios de producción, pero con el usufructo de los mismos, estas élites resultan ser muy privilegiadas en el plano político-operativo y en el financiero, sin tener la odiosa connotación (y responsabilidad) de ser propietarias de empresas de gran visibilidad pública.
Los intelectuales y los dirigentes de izquierda han mostrado su carácter conservador-convencional al menospreciar la democracia moderna, al propugnar la restauración de modelos arcaicos de convivencia humana bajo el manto de una opción revolucionaria y a favorecer comportamientos colectivos rutinarios como el rentismo, al cual se le brinda ahora un atrayente barniz progresista. Se trata de un fenómeno muy generalizado en todo el mundo, pero en Bolivia la brecha entre ambos sistemas de valores puede consolidarse de tal modo que la implantación de la democracia moderna quede básicamente en el papel. Las normativas autoritarias provenientes de la Bolivia profunda son las que entorpecen el surgimiento de una sociedad más abierta, tolerante y pluralista, el afianzamiento de una cultura razonable de la legalidad y el Estado de derecho.
En este contexto es indispensable referirse, aunque de forma muy breve, a la diferencia entre autoritarismo y totalitarismo. La distinción más importante entre ambos reside en el hecho de que el régimen autoritario permite un pluralismo limitado, lo que no es posible bajo ningún modelo totalitario. Este pluralismo limitado es algo tolerado durante largos periodos temporales, no algo impulsado premeditadamente por los gobiernos autoritarios. Hace posible la articulación de variadas opiniones y la influencia de diversos intereses políticos sobre el accionar del Estado. Por otra parte los modelos autoritarios carecen de una ideología ubicua de índole obligatoria. En cambio las sociedades sometidas al totalitarismo tienen que sufrir una ideología casi universal, que permea y configura todos los aspectos sociales y que pretende poseer una validez dogmática y el carácter de un credo único, verdadero y correcto. Bajo sistemas autoritarismos encontramos obviamente una especie de doctrina oficial, pero se trata de propaganda gubernamental enfocada a ciertos espacios determinados de la vida social. Por otra parte en sistemas totalitarios la élite gobernante conforma un grupo muy pequeño y cerrado de iluminados, que se renueva - lo menos posible - por el procedimiento de la cooptación. Esta élite dispone de un monopolio celosamente guardado sobre todas las decisiones relevantes en los campos político, económico, legal y hasta cultural. Ningún grupo político o sector social puede servir de contrapeso al poder ilimitado de la élite gobernante.
Los movimientos políticos de base étnica en la región andina son un claro testimonio de tendencias autoritarias, que bajo ciertas condiciones, pueden ser utilizadas para endurecer una constelación populista en una autoritaria, y esta, a su vez, en un régimen totalitario. En el área andina el populismo practicado vincula el caudillismo convencional con la formación de extensas clientelas fácilmente manipulables, y todo ello bajo el barniz de procedimientos innovadores de democracia directa con rasgos civilizatorios autóctonos, que por ende no deberían ser juzgados o comparados desde perspectivas ajenas a las estrictamente propias. Pese a estas consignas altisonantes, a largo plazo el resultado puede ser el establecimiento de un modelo autoritario de Estado y gobierno. Como se sabe por muy variadas experiencias históricas, un sistema autoritario puede desembocar - aunque no es una ley de desarrollo histórico - en un régimen totalitario.
Finalmente se puede aseverar lo siguiente. Hay varias causas para explicar el retorno de un populismo autoritario en América Latina y con él la consolidación de la antigua cultura política contraria a la institucionalidad y al respeto irrestricto de normas y leyes. Una de las causas reside en la baja institucionalización de los partidos políticos y en la pervivencia de una cultura premoderna de la legalidad. Históricamente hay que mencionar el hecho de que la confianza colectiva en los partidos políticos se ha ido debilitando paulatinamente, y de manera más precisa a partir del año 2000. A los partidos les faltan raíces culturales y prácticas duraderas; los actores socio-políticos carecen de continuidad e institucionalidad; los líderes contemporáneos no disponen de confiabilidad ni de un buen nivel intelectual. Aunque los partidos políticos son percibidos como indispensables para el ejercicio de la democracia, sus configuraciones actuales no gozan del favor público. Como ya se mencionó, todo esto predispone a un populismo carismático, que habitualmente va de la mano de un renacimiento de la persistente cultura política del autoritarismo, que a veces puede derivar en regímenes totalitarios.
Sobre los regímenes populistas se puede afirmar como resumen que han contribuido a la consolidación de la existencia de códigos paralelos, lo que fomenta actitudes de astucia, trucos y artimañas - y no una cultura cívica moderna - como factores centrales del comportamiento colectivo. No han hecho nada efectivo para consolidar los derechos y las garantías de los ciudadanos, pues el interés del Estado central, sus designios y su capacidad de maniobra tienen un claro privilegio fáctico sobre aquellos derechos y garantías. El "privilegio estatal" no está establecido en textos legales ni constitucionales, pero tiene entera vigencia en la praxis populista debido a una vieja y sólida tradición. El equilibrio de los poderes públicos ha quedado vulnerado en favor del Poder Ejecutivo, cuyo prestigio y radio de acción son legitimados por la misma tradición. El Poder Judicial no ha podido ejercer su autonomía frente al Poder Ejecutivo, quedando supeditado a las instrucciones del gobierno en los casos judiciales donde se entremezcle una variable política.
Conclusiones provisorias: la tentación del totalitarismo
La experiencia histórica nos lleva a sostener que una cultura de la ambigüedad legal, como es la practicada por los diferentes modelos populistas, favorece a largo plazo el infantilismo político. La falta de reglas claras y la omnipotencia de la dirigencia hacen aparecer como superfluos los esfuerzos propios de los ciudadanos en pro de una politización autónoma. Las masas son manipuladas o, en el mejor de los casos, guiadas por el gobierno o el caudillo hacia su propio bien - definido unilateralmente desde arriba -, pero no son inducidas a que lo hagan mediante un proceso propio de aprendizaje y error, conocimiento y crítica. Un proceso de politización autónoma lleva a una diversidad de puntos de vista, a una pluralidad de intereses y, por ende, a una variedad de líneas políticas. Todos los modelos populistas propugnan, en cambio, la homogeneidad como norma, el uniformamiento político-partidario como meta, el organicismo antiliberal como factor estructurante. Es indudable que esta constelación favorece aspectos autoritarios, que en algún momento pueden transformarse en totalitarios. El poder de las imágenes decretadas desde arriba, la fuerza hipnótica y carismática del líder, el alcance y la cobertura de los medios modernos de comunicación, la facilidad de manipular a masas intelectual y culturalmente mal formadas y el sentimiento de gratitud de estas mismas a un gobierno que les ha brindado algunas ventajas produce una amalgama poderosa, ante la cual la defensa de los derechos humanos, la libertad de expresión y el pluralismo ideológico emergen como fenómenos de segundo rango, como factores prescindibles de un orden ya caduco, como antiguallas de una época pretérita superada ampliamente por la historia contemporánea.
No hay duda, por otra parte, de las carencias de la democracia representativa pluralista. Una gran parte de las masas del área andina y de Bolivia no se ha sentido representada por ella. Pero los proyectos alternativos de una democracia participativa, directa y comunitaria no han logrado generar modelos sólidos, prácticos y convincentes que puedan competir con la democracia representativa. Esto es válido precisamente después de procesos constituyentes en Bolivia y Ecuador, donde los nuevos textos constitucionales no coadyuvan a edificar una democracia operativa, creíble y acorde a los tiempos actuales. El discurso de la democracia directa y participativa es un esfuerzo que permanece en la esfera de teoría y, más a menudo, en el campo de la especulación, a lo que contribuye su estilo vehemente y dramático. Pero hay que decirlo claramente: las doctrinas de la democracia directa, por más gelatinoso que sea el contenido, articulan una esperanza, una nostalgia de las masas, que la democracia liberal y pluralista no ha sabido o no ha podido satisfacer.
Es altamente probable que una buena parte de la población boliviana, como lo han establecido las encuestas de opinión pública en torno a la cultura política, exhiba una marcada aversión por aquellos que piensan y actúan de modo diferente al de la mayoría. La intolerancia en relación a lo divergente, la más alta de América Latina, constituye el rasgo fundamental de la cultura política de estas tierras: la compulsión al uniformamiento, la celebración de la homogeneidad, la alabanza de la unidad. Por ello una gran parte de la población boliviana, incluidos sus intelectuales más preclaros y sus políticos de oposición y sus líderes de opinión, elogian el hecho de que un candidato presidencial alcance la mayoría absoluta de los votos emitidos y no haya entonces necesidad de la vilipendiada "democracia pactada". Como afirma un editorialista, una votación con un resultado mayoritario enorme fascina a casi todos y, con una sensación de alivio, hace aparecer como mezquinos y despreciables a los que todavía se oponen y como insignificantes los tortuosos procedimientos usados para alcanzar el éxito anhelado. Y precisamente este éxito, nos dice Fernando Molina, diluirá el papel de la oposición - a la que el oportunismo nunca le fue extraño - y consolidará la cultura política "de antes: la de siempre", basada en el caudillismo político, la homogeneidad ideológica y el rol decisivo del Estado centralizado.
Una democracia avanzada y consolidada, en cambio, vive relativamente bien cuando se produce una pluralidad de opciones político-ideológicas que quedan más o menos alejadas de la mayoría absoluta y, entonces, deben concertar una salida entre ellas. Como una sociedad bien desarrollada es probablemente una sociedad altamente diferenciada, con una diversidad de partidos y líneas políticas, se podría inferir que una multiplicidad de partidos sin un claro vencedor es más bien un signo de adelantamiento histórico. En Bolivia, al contrario, este resultado es visto negativamente. Por todo ello se puede aseverar que permaneceremos un buen tiempo en aquel estadio cultural arcaico que (a) adora las cosas simples y claras, como una mayoría política absoluta; que (b) detesta las minorías y que supone que todo individualista es alguien sospechoso; que (c) desprecia los mecanismos meritocráticos y que (d) no comprende al carácter precario de toda decisión política. De ahí hay un paso al autoritarismo en la praxis y sólo dos pasos a la instauración de un totalitarismo suave, como corresponde al siglo XXI.
Lo que puede afirmarse - con alguna seguridad - de los experimentos totalitarios a partir del siglo XX es que estos nacen en un contexto (1) donde las tradiciones político-culturales no son históricamente favorables a comportamientos democráticos duraderos; (2) donde el populismo radical puede ser aprovechado por partidos extremistas; (3) donde prevalece una amplia desilusión con los resultados de una incipiente modernización; (4) donde se resquebrajan los valores de orientación "tradicionales" (como la religiosidad generalmente aceptada) y donde no hay normativas que los reemplacen en la misma magnitud y calidad; y (5) donde la gente del ámbito cultural y en particular los intelectuales se dejan seducir por ideologías que propugnan un cambio fundamental en los asuntos públicos y que, al mismo tiempo, no atribuyen gran relevancia a los derechos humanos, a las libertades públicas y a la cultura razonable de la legalidad.