sábado, junio 14, 2008

La mitad de la sangre (de queridas, velorios y carnavales)





Por: María Belén Mendívil Saucedo


La mitad de la sangre es una novela escrita por Ruber Carvalho Urey (1938), narrador, poeta, periodista e investigador social. Nacido en Santa Ana del Yacuma, Beni, este autor reside en Santa Cruz desde hace más de treinta años. Fue catedrático, Oficial Mayor de Cultura, Subsecretario Nacional de Cultura y director del matutino El Nuevo Día.



El libro examinado pretende dar a conocer la personalidad del hombre oriental, junto con los cambios sufridos por su región durante el transcurso del tiempo. Pese a que estos avatares no han destruido completamente ideas y utopías vernáculas, terminaron minando la identidad regional. Con todo, la esencia se mantiene y los desafíos del progreso han servido para resaltar el ardimiento de sus habitantes. Siendo esta región objeto de un sinnúmero de ofensas, humillaciones y abusos de parte del centralismo andino -con quien jamás se tuvo ni un mínimo lazo en común-, el sentido de pertenencia cobra siempre indiscutible validez. La novela se clasifica en tres partes que giran en torno a la vida de sendos personajes: Juan de Dios, Eleazar y Esteban.

Comenzamos en la época del auge de la siringa, la castaña y el ganado, etapa en que las clases sociales estaban claramente identificadas: oligarquía y servidumbre. Santa María de la Soledad de los Ángeles de la Laguna era un pueblo donde se respetaba a las personas con poder. La razón de ser de éstas era trabajar para tener dinero y respeto del pueblo; asimismo, deseaban poseer, fuera del matrimonio, a las mujeres que se les antojasen, siendo estas féminas llamadas “queridas”. Caracterizándose el hombre de los llanos como apasionado y enamoradizo, solía ser un suceso muy romántico robarse a alguna damisela de alta sociedad, abatir barreras paternas para saciar deseos amatorios. Éste fue el caso de Juan de Dios Montero, pues se robó a la que sería su futura esposa, Lucinda Moreno; posteriormente, hizo lo mismo con Amanda Onarri, india que logró enamorarlo intensamente y le dio el hijo varón que tanto deseaba: Eleazar. Al momento que nacía el único vástago de Juan de Dios, Lucinda daba a luz a Isabel, una niña enfermiza que, por cuestiones médicas, será europeizada rápidamente.

Mientras que, en esta región del país, los problemas se relacionaban con el falocrático anhelo de asegurar la continuidad del apellido, los ciudadanos de occidente se preocupaban por hacer politiquería doméstica, la cual acababa siempre en golpes de Estado, derrotas bélicas o, peor aún, elaboración de convenios que obsequiaban parte del territorio boliviano, como fue el caso del famoso Tratado de Petrópolis, en virtud del cual se perdió la mayor parte de la región gomera. Después de años de calma, los pueblerinos de Santa María se ven alborotados por la Guerra del Chaco, conflagración que, desde el punto de vista de ellos, era absurda, ya que se convertiría en una de las tantas derrotas del país. No obstante, sin poder negarse por tratarse de disposiciones coercitivas, muchos fueron reclutados y obligados a participar en dicho conflicto. Pero, tras la contienda, esos jóvenes guerreros regresaron con nuevos pensamientos: más de uno hablaba de igualdad, justicia, libertad; las nuevas ideas sociales empezaban a hacerse sentir e iniciaban un cambio serio en la mentalidad de muchos conterráneos. Eleazar era copia fiel de Juan de Dios. Él cuidaba de sus campos siempre junto a su madre. Enamoradizo y conquistador, tenía mucho prestigio en el pueblo debido a la plata del padre, pero era también muy querido gracias a su amabilidad y educación para con todos, sin importar diferencias de edad. Un día, cumplió su sueño de partir rumbo al Pará. Allá se las dio de aventurero, conoció muchos lugares y probó todo tipo de trabajos; conoció a un sinnúmero de personas, vivió su momento de gloria hasta que se cansó de llevar esa vida y volvió a su tierra. Al regresar, Eleazar sintió que las épocas iban cambiando: aquellos tiempos en los cuales había crecido se esfumaban, la época de los hombres que no temían a nada y lo arriesgaban todo por el poder o la pasión habían quedado atrás. Eleazar sabía que su generación estaba formada por aquéllos que no arriesgaban nada. Había surgido un nuevo periodo, una era donde empezaron a imperar las leyes, reglamentos y estatutos, normas que socavaban la espontaneidad e informalidades que tanta placidez causaban antaño. También, las clases sociales se empezaron a dividir aún más, se incrementaron los comerciantes y empezaron a irrumpir nuevos ricos que desplazaron, poco a poco, a la vieja oligarquía.Eleazar, resignado a las transformaciones que veía en su pueblo, se limitó a estar con su mujer, Noelia Alcoba, y ayudó a su madre con su estancia. Fue en este contexto donde llegó Esteban, hijo de Noelia y Eleazar. Nació en el tiempo en que el país cambió repentinamente, ya que se había abolido la servidumbre, desapareciendo las grandes propiedades cada vez más. Sin duda, ya no eran los mismos tiempos. Se veía aproximarse la modernización, la tecnología. La globalización había llegado; el hecho era inobjetable y la mejor opción era adaptarse. Al final, Esteban se resigna a ser quien es: la mitad del hombre que fue también mitad de otro.
El simplismo está acabando con las ilusiones de un pueblo. Los jóvenes no somos capaces de luchar, incidimos en el despropósito de esquivar desafíos, en vez de inmiscuirnos en nuestra realidad y reconstruir nuestra historia. Y es que, si bien el Hombre crea su propia historia, es su pueblo quien conserva los mejores aportes de todos. Desgraciadamente, estamos hoy dejando que el tiempo nos arrebate lo que nos pertenece. Quizá mañana sea tarde para recuperar parte de las contribuciones culturales que robustecieron nuestras peculiaridades. Con certeza, no habrá fracaso más doloroso que el de perder la identidad de nuestro pueblo.
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