sábado, octubre 29, 2016

"El Camino Amarillo de Drogothy" de Adrián Nieve



Cuestión de no ser Copérnico ante una Cecilia.
 Por Oscar Martínez






Me conmueve la gente que ama la literatura, tanto como yo. Me conmueve su afán por buscar libros, por apasionarse, por discutir teniendo o no teniendo razón. Me conmueven los tipos que tienen el corazón del tamaño que les corresponde y el Adrián es uno de ellos. Lo conocí churco, curioso, preguntón y contestón, también, irreverente como debe de ser. Lo conocí hace siete años, un día de sol y trago, una metáfora de lo que a veces somos, cuando aparecemos. Hoy me toca hablar de su trabajo y es un honor, aunque él lo sabe, suelo tener tantos derrapes narcisistas que casi siempre termino hablando de mí y quise que esta vez sea la excepción.
Al acabar de leer “Los caminos amarillos de Drogothy” la primera conclusión que he sacado es que al fin y al cabo, tipos como el Adrián, o como yo, tienen la perniciosa costumbre de engancharse con las Cecilias Vasquez… ¿pero seremos los únicos? No lo creo.
Creo que él sabe algo que muchos ignoran y es la capacidad de ponerse en la voz de una mujer. Ya no la voz del cuerpo, ya no la voz del lugar del estereotipo, sino el lugar del exceso. Alguna vez leí que Edmundo Paz Soldán dijo que le gustaría que alguien escriba cómo viven las élites en ciudades como La Paz o Santa Cruz. Yo no soy quién para decirlo o desearlo, pero a mí siempre me ha interesado el exceso, como parte de la vida, como obra, como banquete, almuerzo, cena o desayuno. Siempre me ha gustado el exceso en la mentira, en la verdad; sobre la cama y sobre la mesa. Me gusta como la imagen de latita con drogas que se saca para salir a la calle y perderse en fiestas orgias que duren semanas y noches. Me gustan los excesos que tienen ecos sórdidos que van pasando mientras te das cuenta que la vida es una orgía lenta y que lo mejor, en definitiva y para desmentir a los hippies y los memes, no está por llegar.
Los visceral realistas o viscerealistas, grupo de poetas “un poco” excéntricos de los Detectives Salvajes, odiaban a Octavio Paz porque ya había hecho absolutamente todo en cuanto lo que se refería a la literatura en México. En el caso de La Paz, Jaime Saenz llegó hacer hasta una ópera (tomá eso Dylan) “Bolivia” junto con Alberto Villalpando, entonces está bien odiar a Jaime Saenz con todas las fuerzas del corazón y dejar de imitarlo, cosa que muchos deberíamos hacer, aunque el odio debe tener las dimensiones adecuadas para que no se convierta en valeberguez y se disuelva en la indiferencia y la indiferencia sea un circo de dizque vanguardismo narrativos que terminan aburriendo a todo el mundo y luego uno tiene que llamarlas poéticas y no son otra cosa que acrobacias narcisistas buena para escritores cuasi malditos que viven en basurales y follan con sus gatos. En pocas palabras, el Adrián logra librarse de esa oscuridad de barrio marginal y aparapitas y la inserta en un mundo de hoy, con chicas histéricas y familias jailonas que viven en las burbujas de la comodidad. Lo inserta en un departamento de tres donde uno siempre sale sobrando.
Siempre me he preguntado cómo escriben los tipos que leen mucho y no conocen “Las Velas” ni otros inframundos? Pero los inframundos son los que uno se quiere hacer, los que uno quiere crear a su manera y medida y la incertidumbre, es quizá, el peor de ellos. Los territorios físicos, quedan cortos, la búsqueda incesante y el no saber, es un lugar que no se puede abandonar tan fácilmente. Es un misterio que se resuelve un poco en “El camino amarillo de Drogothy” la primera novela pública de Adrián Nieve en los que se encuentra, a la distancia, lugares semejantes en su arquitectura narrativa a “Hablar con los perros” que Wilmer Urrelo le hereda a “Conversaciones en la Catedral”.
La introspección de la Cecilia, el cambio de tiempos y escenarios a lo largo de los capítulos, nos hablan de lo necesaria que es la arquitectura de la cotidianidad, en la que parecería que nada pasa mientras todo está pasando y la respuesta siempre es la misma, cuando no se quiere, pasan los días. Cuando no se sabe si se quiere o no se quiere, pasan las horas con el peso de los minutos que parecen piedras, recuerdos, posibilidades… formas de justificar el paso del tiempo sin medida ni clemencia. ¿Acaso los mundos Yonkees tienen otro tiempo aparte del de la claridad y la oscuridad? Yo creo que no es una cuestión de drogas, sino de lo que se quiere ver y oír. Es una cuestión de sentir. Estar en Pedo eterno es crear paredes de vidrio, salas sonoras e ilusiones que vayan bien con alguna comida. Tragos y momentos que nadie sabe para qué existen. El Adrián tiene una amplia cultura mainstream y cinéfila, muchísimo más amplia de la que posee este servidor que ya está viejo y aún tiene fijación con el papel.
Digamos que se me hace impensable leer una novela en mi celular, como lo haría él, eso quizá por el reumatismo y porque me está costando aprender a estar viejo. Pero eso no impide que uno no encuentre rasgos de las heroínas de algunas películas de corazones rotos, como la malvada Kate Winslet de “The eternal sunshine of the spotless mind” o la Summer… de ahí que ella es inocente y los giles, nosotros. Estas son razones suficientes para tener que ir al Mecha y pensar que quizá todo pasó ahí.
Pensar que la Cecilia de turno está por ahí y uno, responderá como siempre: pensando, creyendo y queriendo salvar (la) de algo o alguien, de sí misma, del destino que no quiere vernos juntos y otras cosas más. Hay giles que se mueren de amor y otros que recorren ciudades y mente tras mente en pos de algo que se le parezca.
Una vez el camarada Nieve me dijo si yo creía que él llegaría a ser un escritor y la verdad es que eso es algo que nunca sabré. No tengo idea. Pero si sé algo, es que al menos tiene las agallas de crear su propio mundo. Los que saben de estas cosas dicen que para ser escritor, las cosa es entrar a las roscas o tener padrinos “importantes”. Otros en cambio dicen que más bien es cuestión de vender libros (los que sea) y de vivir de la escritura, por más que se escriban libros de autoayuda y poemas para fechas cívicas. Por último, los más cuerdos aconsejan ser escritores estudiando literatura, porque ya es bien sabido que sin la bendición de la academia nada existe y nada vale.
Personalmente creo que los escritores se cagan en todo menos en escribir y también creo que eso los hace capaces de crear sus propios universos y personajes, algo que el Adrián siempre ha logrado muy bien, a pesar de los esfuerzos que ha habido por Saencianizarlo o Bolañizarlo, da igual, el ahora, tiene su propia sopa y el tiempo dirá cuanta gente la disfruta y la exige, mientras tanto, el esfuerzo está.
Quiero aclarar algo y que se me entienda bien. Creo que en nuestras vidas hay gente que realmente sale sobrando. No quisiera que lean esto desde la filosofía Zen donde todo tiene algún sentido (incluso las cosas sin sentido) ¿Pero acaso, al igual que en las novelas, no tenemos personajes que salen sobrando en nuestras vidas reales? Yo no sé qué hace Arturo ahí. Quizá es un peso muerto entre dos indecisiones. Quizá es la mirada que salva o la palabra que existe por existir, que trata de decir algo cuerdo, pero nadie le da importancia, tal como a veces pasa en la vida real. Ante la decisión y la indecisión, uno siempre termina haciendo lo que quiere. Entonces nos damos cuenta que esa gente sin sentid sostiene nuestra narración de las cosas para que cuando llegue el momento adecuado, seamos capaces de arrepentirnos y llorar, y tener rabia, y extraviarnos en cien mil pensamientos y de repente existir a fuerza de estar y a veces también a fuerza de desaparecer.
Escribir es un riesgo que, aunque todos están dispuestos a asumir (y de eso se trata el acto de de escribir) pocos están dispuestos a hacerlos a oscuras, en la luz. Pocos están dispuestos a dejar de hablar de ellos y empezar a ubicar las benditas subjetividades que uno entiende después de cien mil abandonos. Pocos Copérnicos se animan, no a contar su historia, sino a volverse Adrianes y no al revés. Escribir es un riesgo, como enamorarse de una tal Cecilia Vásquez alguna vez en la vida, y eso es algo que a algunos tipos, siempre les (nos) pasa. No es cuestión de calentarse con una chica menuda y bien yonkee. Una peligrosa minita metafísica llena de tatuajes que huele rico y se viste bien.
No es cuestión de enamorarse de la hormiguita hippie de cara bonita que a pesar de tener la libertad de seducir con su no saber qué quiere de la vida, es un fin en sí misma para un puñado de desesperados que abandonan su vida a la idea de tenerla. Es fácil ponerse camote de una mina que no sabe nada, ni quiere nada de su futuro, más que desaparecer. Escribir es un riesgo, especialmente para aquellos que les gusta escribir sobre el adiós. Especialmente para aquellos que saben que en el fondo, nadie se quiere comprometer. El amor es para gente real, decía Bukowski, la muerte lo es más dicen en el Telepolicial. Buscamos ambas en el confortable pantano de la cotidianeidad, entre Achumani y Sopocachi, luego uno llega a la conclusión de que los ricos también lloran, pero lo hacen de manera desigual.
Lloran porque les sobra tiempo y razones pero al igual que todos, les falta circunstancias para darse cuenta. Lloran porque no saben a dónde ir, pero como tienen plata, entonces parece que son felices hasta que se mueren, pero no lo son.
Lloran y dicen putaputaputaputaputaputaputaputaputaputaputaputa porque algunos piensan que tienen que trabajar o estudiar, pero su trabajo y su estudio es estar; lloran porque algunos quieren ser, pero luego se han dado cuenta que les han hecho creer que tienen que ser para los demás.
No quiero arruinarle la novela a nadie que no la haya leído aún, pero entonces debo resumir diciendo que si buscan algo sobre lo que ya no hay, sobre lo que nunca se supo si hubo o habrá, entonces están iniciando las páginas correctas con el escritor correcto.
Porque quizá el amor es la decisión y el transcurso. Porque quizá el amor simplemente es desaparecer.
Tarija 13 de octubre de 2016

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