jueves, mayo 25, 2017
La presentación de un nuevo poemario de Gary Daher es inevitablemente una experiencia gratificante, pletórica de hermandad cultural y de significación literaria. Y es que Gary hace tiempo es ya un referente de la lírica boliviana y ocupa, con toda justicia y prestancia, un sitial de honor en la literatura que viene surgiendo en el oriente. Cabe además mencionar que su poesía, plasmada en no pocas y selectas páginas, no solo revela una innegable calidad estética, sino la promesa, nunca fallida, de una caudalosa, sorpresiva y siempre renovada creatividad.
Este poemario es buena prueba de esa vocación, esa prolífica inspiración, ese generoso destino. Jardines de Tlaloc lleva el nombre de esa divinidad superior de la mitología azteca: el señor de la lluvia, del viento, del rayo y del trueno, de las altas cumbres; en fin, una poderosa deidad, con múltiples manifestaciones de su poderío cósmico, como múltiples son también los temas que Gary aborda y ofrece. Aquí encontramos mucho de novedoso, pero también la huella de una tradición, un mosaico de temas recurrentes en la poesía de Gary, una celebración de la naturaleza, de las cosas que persisten y perduran, como son la tierra, el agua, el fuego, el aire, la piedra, las aves. De igual manera, los dones que nos entrega la vida: la memoria, los sueños, la amistad, el arte, nuestros mayores, las cosas que recordamos y no queremos olvidar. Hay pues una hermosa celebración de la existencia en el mundo, aunque también se menciona lo terrible, lo oscuro, lo amenazante. Veamos algunos ejemplos de ambas caras de la medalla:
La muerte, que puede ser amiga, cuando nos “libera de la indignidad de arrastrarnos sometidos, esclavos de sistemas y de sombras”. El culto de la amistad, ya que un buen amigo es un “compañero del alma, compañero”, como escribió Miguel Hernández. La belleza, tan frágil y expuesta a la destrucción, como aquel rosal que desnudan las hormigas “ciegas por el hambre” espléndida metáfora sobre la naturaleza torpe, inocente e inhumana. Las estrellas, que nunca nos abandonan y pueden siempre señalarnos el camino, cuando en el desierto buscamos el agua salvadora.
La añorada ciudad del pasado, hoy colmena humana que ha devorado a los árboles de la antaño hermosa selva, reducida hoy a unos pocos troncos estremecidos por la humareda de frenéticas y estruendosas calles. Aquel toborochi que sabe florecer sabiamente en el otoño, y aquellos caimanes dentro del agua, que aguardan pacientemente poder apresar entre sus fauces a “la redonda y esquiva luna”. Aquel pájaro carpintero, afligido por un incendio forestal, viendo cómo el fuego consume su vivienda. Aquel río de Coroico que sigue cantando entre las piedras, que no entienden su voz, la voz del agua. El agua, que es también un espejo y puede ser la alegría de la lluvia o el horror de la inundación: gota de rocío o lágrima en los ojos de un niño. El agua, depositaria de la sal y de los rayos del sol.
Nuestro poeta, como sacerdote de un culto sagrado y misterioso, en “los inmensos jardines de Tlaloc” esa increíble deidad, celebra el mundo mágico aquel “mundo mago”, del que se preguntó Miguel de Unamuno si iría a morir con nosotros, pero que sabemos que seguirá asombrando los ojos de nuestros hijos. No sería muy errado denominar a la poesía de Gary como la poesía de la nostalgia y el asombro; pero también de la vida sencilla y la dicha cotidiana, la que ilumina las cosas de todos los días, como esa avecilla que Gary nos muestra posada en el pequeño jardín, que de pronto alza el vuelo, pero deja un aroma, una estela de alegría en el hogar, o la imagen fugaz de una sonrisa inolvidable, esa sonrisa que, en palabras del gran poeta Jorge Suárez, era apenas un destello delirante en un cielo marchándose de prisa.
Es que los buenos poetas, como Gary, siempre son capaces de encontrar y revelar la poesía en las cosas más pequeñas y en los hechos más insignificantes. Para ello, utilizan los variados recursos que la literatura pone a su alcance, para vencer las inevitables limitaciones del lenguaje humano. Porque si bien nuestro lenguaje puede alcanzar a tener gran riqueza, será pobre siempre al lado de la realidad, o de los sueños, o peor todavía, al lado de la imaginación que siempre será infinita (recordemos que, para Oscar Wilde, el mayor pecado es no tener imaginación). Esos recursos que use el poeta pueden ser metáforas, alegorías, símbolos, hipérboles, hipálages, enumeraciones y en fin todas las destrezas que han manejado los hombres de letras.
En el primer poema de esta nueva colección, poema por demás expresivo, revelador e incluso dramático, nuestro poeta se condena a sí mismo, se declara culpable ente otras cosas de haber caído en lo que llama “la vanidad de la literatura”. Pero es que gracias a esa vanidad (si en verdad lo es), pensamos nosotros, los lectores somos grandemente gratificados, es decir gratuitamente, con bellas emociones, nobles verdades y sentimientos profundos, tesoros que nunca dejaremos de agradecer, versos y líneas que guardaremos celosamente en la memoria, porque son y serán la sal de nuestra vida.
Digo esto como lector impenitente, beneficiario de obras que siempre uno puede leer y releer ansiosamente, con insaciable curiosidad, con esperanza, buscando la revelación, la frase sabia, la palabra mágica que tendrá la virtud de librarnos “del gravamen de ser lo que somos en la tierra” para usar palabras del inmenso Borges; el verso que nos libre por un instante siquiera de los “muchos infiernos necesarios, con un débil y corto recuerdo del paraíso perdido”.
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