viernes, octubre 17, 2008

Una tarde de nostalgias y melancolías





Por H. C. F. Mansilla


Un chubasco repentino me obligó a buscar refugio en una cafetería destartalada en el centro de la ciudad de La Paz. Y allí me encontré con algunas personalidades de las letras nacionales, poetas y novelistas que apenas dos décadas atrás eran figuras destacadas de la cultura boliviana. En el local formaban un corro de ancianos desamparados, ansiosos de recibir alguna noticia que no resultara calamitosa o algún elogio que fuese creíble. Son la sombra de tiempos mejores. Respetados y hasta ilustres en su día, hoy son las víctimas de la pobreza, el olvido y la tristeza. Ellos mismos reconocen que ya no tienen nada que decir en el presente, que se les han acabado la inspiración y el entusiasmo y que están sumidos en una pesadumbre continua. Y lo más grave: admiten que ya no entienden nuestro tiempo, signado tan abrumadoramente por la prisa, el cinismo y el placer barato. Son gente de otra generación, es decir de otro universo: cifraron su honor en la creación de la belleza o en el esclarecimiento de la verdad, y ninguno supo (o pudo) acumular una fortuna regular o asegurarse influencias políticas duraderas.

En la cafetería la atmósfera en torno a ellos era deprimente. Hablaban de temas repetitivos y tediosos que un hombre sagaz hace bien en evitar, como el sufrimiento de los justos, las inesperadas vueltas del destino, el sinsentido de la vida, la corrupción irrefrenable de la esfera política, la deslealtad de las mujeres y la insensibilidad de los hijos.

Hace escasos veinte años estos escritores estuvieron en el centro de las letras bolivianas. Su voz era escuchada con atención y hasta con reverencia. La opinión pública se ocupaba a menudo de ellos. Algunos estadistas (por los motivos que fueran) se enorgullecieron de estar a su lado. Las damas de la alta sociedad se hacían fotografiar con estos representantes de la cultura. Y ahora sólo experimentan la indiferencia de los jóvenes, el desprecio de los poderosos, el desinterés del ámbito académico, el silencio de los periódicos y la televisión. En fin: uno de los males nacionales desde el comienzo de la república. Me fue muy fácil el identificarme con ellos...

En una constelación así lo único que cabe es dar la espalda al mundo, pero de manera inteligente y hasta divertida. En una situación similar decía Theodor W. Adorno (pensando en su amigo Walter Benjamin) que lo mejor es vivir en los textos y escribir en un café. Dentro del texto el escritor se acomoda como en un hogar: sus pensamientos se parecen a los muebles y las palabras a los objetos que uno va cambiando de lugar, a los que uno toma cariño y con los que uno se enfada ocasionalmente. La escritura es la morada más conveniente, más cálida, más acogedora, la menos extraña: quien no tiene casa, se refugia en las palabras como en una habitación propia. En el café - el hogar impersonal, temporal y casual - uno observa al público con ojo clínico, sin identificarse con sus problemas ni tomarlo demasiado en serio.

Pero Adorno mismo prefería la seguridad de la torre de marfil y la cátedra bien pagada. La torre de marfil es el lugar del asilo, pero también de la pureza y la belleza. Es en cierto modo una huida del mundo, ya que permanecer en el mundo - en la política, por ejemplo, como su forma más conspicua y visible - significaría avalar la suciedad generalizada, compartir la estupidez cotidiana, legitimar la injusticia. Cuando no hay perspectivas de una praxis razonable, la torre de marfil constituye el mejor resguardo contra los desastres de la época. Hay que dejar obviamente una puerta abierta. Otro consejo de Adorno para evitar la desesperanza era sumergirse en el trabajo: sostuvo que su asombrosa productividad era el esfuerzo permanente por superar "una soledad y una melancolía casi insoportables".

Quería reconfortarlos y brindarles alguna esperanza, algún aliento, alguna palabra amable. Pero no me atreví a hablarles de Adorno y de sus reflexiones, pues lo que podría haber dicho hubiera sonado a impudor, a falta de tacto, a vana erudición. Podría haberles recordado que todo trabajo creativo es un naufragio si uno considera el abismo entre las propias aspiraciones y la modestia de los resultados, y que, por lo tanto, la derrota existencial de cada uno es relativa y circunstancial. Pero esta verdad no era un buen consuelo para aquellos escritores que encontré literalmente en la intemperie. Como tampoco era una palabra de alivio afirmar que la auténtica felicidad reside en el conocimiento puro, en el tiempo libre para pensar, en resistir la estulticia colectiva, en la contemplación de las grandes obras de arte, y no en reunir grandes caudales ni acceder a la fama ni alcanzar las cumbres del poder. Todas estas expresiones clásicas de la filosofía y la teología me parecieron en aquel momento como presuntuosas y vanas, insubstanciales y groseras frente al sufrimiento concreto.

Después de dos horas con aquellos escritores del pasado (¿por qué del pasado?) quedé desalentado: ese destino es el que me espera. No supe qué decirles: no hay un consuelo efectivo para esas personas, ni un consejo que sea realmente adecuado, ni una palabra que no parezca falsa. Si fuera cínico, les recordaría los hermosos versos del poeta romántico brasileño Manuel Antônio Alvares de Azevedo (1831-1852), que en mi ya frágil memoria dicen más o menos así:

"Tengo por mi palacio las largas calles;
paseo a gusto y duermo sin temores.
Cuando bebo soy rey como un poeta,
y el vino me hace soñar con el amor.
Mi patria es el viento que respiro,
mi madre es la luna macilenta,
y la indolencia la mujer por la que suspiro.
[...]
Soy hijo del calor, odio el frío.
No creo ni en el diablo ni en los santos."

¿Se conformarían ellos (y yo) con las calles como hogar y con el viento como patria, aunque se trate de imágenes y metáforas?
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