Los Veizaga versus los “malditos Cusicanquis”
Por: *Ricardo Bajo H. Texto y foto | 26/04/2015
Se podrán leer muchos libros aburridos de historia o tratados infumables y pesados de sociología política (escritos por bolivianos o por “turistas revolucionarios”, siempre de paso), pero dentro de unas largas décadas, la mejor manera de conocer cómo era la Bolivia post 52 hasta los narcóticos años ochenta y los noventa de la “mega”, será esta novela de Alison Spedding: un duro retrato del partido-eje por excelencia de aquella época, el MNR, el “más traidor y comodín de la historia de Bolivia”. Editada por Plural, la obra fue presentada el pasado jueves en el Museo de Etnografía y Folklore de La Paz.
La Bolivia de los últimos 60 años a través de una saga familiar, los Veizaga, unos terratenientes hacendados (“oligarcas podridos”) paceños del MNR de la provincia Inquisivi de La Paz. Catre de fierro es una novela ambiciosa y coral de Alison Spedding, que retrata y describe a través de una galería de personajes fascinantes -sin caer en el facilismo del arquetipo- la decadencia de una familia y de un estilo de vida y hacer política, que dominó en nuestro país durante medio siglo. Demasiado tiempo. Y a la par, el ascenso de la nueva “burguesía” de la Eloy Salmón. Catre de fierro es la obra con mayúsculas (¿cumbre?) de Spedding, que ya transitó la literatura de género desde el policial a la ciencia ficción. Alison construye un universo propio alrededor de Saxrani (cantón Escola, Inquisivi), como lo hiciera anteriormente Onetti con La vida breve.
Las virtudes de este “novelón” (en el mejor sentido del vocablo) son muchas: la descripción minuciosa, detallada y ágil de un mundo rural, ajeno y desconocido para la inmensa mayoría de nuestros literatos; el acierto de la voz narradora, Nemesio Calatayud (desde la humilde cárcel de Inquisivi, en un guiño a los meses sufridos por la escritora durante su época carcelaria); y el habla de los personajes, la mejor manera de acercarnos a un universo. No deja de ser paradójico que tenga que llegar una escritora inglesa-colla, peculiar y particular como “nadies”, para que con su profundo conocimiento de la idiosincrasia paceña y boliviana -gracias a sus años de vivencia en Yungas, altiplano y Chapare- consiga un retrato de esa Bolivia decadente que se resiste a abandonar sus privilegios y sus complejos.
Catre de fierro comienza con dos capítulos iniciales trepidantes que consiguen su propósito: enganchar al lector para no soltarlo a lo largo de los extensos doce episodios (y más de 600 páginas adictas como pocas en nuestra literatura). “El agenciador de kuchus” -donde se narra la “cinematográfica costumbre” de enterrar borrachitos en los edificios nuevos de las grandes ciudades para “que todo vaya bien”- es un relato de lujo. De pe a pa. Impresionante.
La saga de los Veizaga -girando alrededor del viejo patriarca, Don Alcibiades Veizaga Murillo y su “rival” el hermano Sócrates- está obviamente salpicada de muertes, hipocresías, ambición, racismo, mentiras, amos y sirvientes. Con casas y pueblos malditos, con la vieja historia del cainismo siempre presente. Con esas grandes familias y esos apellidos omnipresentes y todopoderosos que todos conocemos, con derecho a todo, sobre todo. Con hermanos matando por herencias, peleándose durante décadas por la sucia plata, mostrando entonces su verdadero rostro: la ruina, el declive, la “decadenza” de una clase.
Por ésta y otras razones, se podrán leer muchos libros aburridos de historia o tratados infumables y pesados de sociología política (escritos por bolivianos o por “turistas revolucionarios” siempre de paso), pero dentro de unas largas décadas, la mejor manera de conocer cómo era la Bolivia post 52 hasta los narcóticos años ochenta y los noventa de la “mega”, será esta novela de Alison Spedding: un duro retrato del partido-eje por excelencia de aquella época, el MNR, el “más traidor y comodín de la historia de Bolivia”. Mal que les pese a la rosca literaria que ningunea y menosprecia el gigantesco talento narrativo de “la Alison”.
Junto al habla y la descripción con sus diálogos, Spedding cultiva -como en sus anteriores novelas desde El viento de la cordillera a Saturnina, de tiempo en tiempo- el acierto de la buena construcción de personajes. En Catre de fierro tenemos muchos y buenos. Desde el citado Nemesio, el hilo conductor. Hasta el patriarca y su patética descendencia. Desde la suegra lesbiana (y su círculo literario “Aquelarre”) a los pongos que terminan con el apellido del patrón hasta que son desconocidos por involucrarse en el narcotráfico. Sin olvidarnos de los “malditos Cusicanquis”, los sicarios de Suri contratados por los criollos y refinados Veizaga para hacer el trabajo sucio, durante generaciones. Y, cómo no, ese personaje fascinante y mentiroso que atraviesa la novela, el “Tata” Matías Mallku, un viejo amauta-sabio-adivino que hace creer a todo el mundo que conoce el presente, el pasado y el futuro de todos gracias a sus lecturas en hoja de coca. “De Suri, layqa dicen que es”. Acá y de manera transversal a toda la obra, aparece otro rasgo de la novela de Alison: la desmitificación de un mundo rural, campesino e indígena, que esconde, como todos, su lado oscuro.
La utilización de un léxico repleto de palabras provenientes del aymara y de la jerga de “artilleros”, campesinos, cocaleros y resto de personajes -que enriquecen sumamente la obra- molestará a las grandes editoriales transnacionales que se niegan a publicar estas obras por no acoplarse a la moda uniformizante y uniformizadora impuesta por esa dictadura llamada “gran público”. Pero atraerá al resto de los lectores que se sentirán más cercanos al universo de Saxrani, un verdadero “tole tole” transgeneracional alrededor de los Veizagas malditos. Cabello qulti, t’ojpa de borrachos, k’ank’a pies, espinosos chuchurumis, q’ipichate, tuxllu, perdido en el monte como pampa wank’u.
Y junto al habla y lugares como la discoteca Bombowasi y el antro “Polonia” (casa de prostitución y drogas bendecido por Juan Pablo II en esos guiños particulares del humor “sui generis” de Alison Spedding), el plato y el trago. Y cajas de jabón “Patria” y lios de cigarros kuyuna. La gastronomía adorna la novela con nuestra comida omnipresente en un mundo injusto y desigual, pero donde todos acaban (mal) comiendo lo mismo: desde un mote de habas con chuño y pedazos de queso duro a jaguas de cualquier alcohol barato. Desde una pobre lagua con pito al “vino indio de ayrampu”. Desde un asado de cuy y picante de pollo hasta un ponche de sucumbe o una gualusa con harta llajua y phutis de acompañamiento.
Devorados en silencio para no levantar la escoria escondida debajo de la alfombra, para no descubrir el cadáver oculto en el armario de los Veizaga, microcosmos de la Bolivia con resabios del último medio siglo. El sueño del gran patrón, del jerarca, del patriarca -con fantasías indigenistas con medio siglo de desfase- se ha esfumado. La película ha terminado (y ha comenzado) igual: con muertes. Ahora solo queda el lamento sobre los “horrores del presente, un infierno de indios alzados, campesinos flojos y sin respeto y una generación de jóvenes de conductas escandalosas”.
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*Ricardo Bajo H. es director de la edición boliviana de Le Monde Diplomatique, donde se publicó inicialmente este texto
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