domingo, febrero 08, 2015
El
Panóptico
Macario
Coarite Quispe1
A
veces, para Manuel, sus recuerdos de infancia lo llevan a revivir
episodios entrecortados de su gobierno frágil, de su inocencia y de
su familia.
Entre
aquellos recuerdos, el del primer día en el “Lugar del suplicio”
había despejado la cortina de color oscuro que rodeaba su mundo...
Ocurrió
a mediados de los ochentas. Eran los primeros días de abril. Manuel
y Crispín, de cinco y siete años respectivamente, caminaban rumbo
al “Lugar del suplicio” que se situaba a media hora de caminata
desde su hogar.
Para
Manuel, el menor, era muy extraño ir allá.
Con
rostros tostados por el Tata Inti, con guardapolvos blancos que se
sobreponían a los pies rajados y empolvados por el frio del
altiplano, cubiertos a su vez por ojotas de goma, los niños
caminaban cargando unas precarias mochilas de saquillo, y tenían una
confusión de sentimientos: sentían pena y nostalgia, pero también
esperanzas sobre su porvenir.
Crispín,
el mayor, ya había vivido la experiencia de sentirse rechazado por
los otros compañeros, pero no le había contado nada a Manuel.
Manuel, por
su parte, tuvo que acercarse con mucho temor por vez primera a
aquella casona colonial que fungía de “lugar de suplicio” para
él, pero que para los demás se denominaba: “kínder”.
Visualizó
dos enormes puertas de madera antigua. Con gran esfuerzo subió las
enormes gradas que llevaban a la gran puerta entreabierta. En su
minúscula existencia se preguntó: “¿Cómo sería la profesora?”,
o “¿Cómo sería ese gran cuarto oscuro, empolvado y al parecer
con objetos muy antiguos que los demás llamaban “aula”?”. Una
parte de aquellas dudas se reflejó en sus ojos.
De
un sobresalto, una mano enorme separó la puerta. Todos ingresaron
como pájaros al interior de la jaula. Pronto aparecieron todos
sentados ante la maestra. Ella, con un sobrero negro de alas anchas
que tapaban su rostro, se situaba sobre una silla frente a un
escritorio al lado de una pizarra corroída por el tiempo, y justo a
unos pasos y debajo de la enorme ventana, aparecía un horno de
ladrillo, impregnado de hollín.
Manuel
presintió que allí iban a ser carbonizados los niños
desobedientes.
Ese
día la maestra había dibujado con lápiz rojo en su cuaderno una
línea punteada horizontalmente y le había dicho: “Realiza estos
puntos en todo el cuaderno”.
Manuel
debía obedecer.
La
mano izquierda del niño agarró lánguidamente el lápiz de color
amarillo, marca Elephant.
A lo que la maestra corrigió rápidamente: “El Lápiz no se agarra
con esa mano, ¡burro!. Traiga la mano”.
Los
dedos de las manos de Manuel se prepararon para recibir el “gran
premio mayor”, llamado “Kimsacharani”. La maestra le dio tres
chicotazos que le quebrantaron el alma; Manuel rompió en llanto. De
ahí dedujo que era poco útil e ingenuo. Sus compañeritos no
dijeron nada, como alejándose de él.
Solamente
una niña llamada María se apiadó de él. Tenía un rostro delicado
y amarillento como flor de amapola. Tomó la mano de Manuel y trató
de calmar su dolor, acariciándole los dedos. Él sintió su compañía
como la de un ser especial, que más tarde se esfumaría, sin razón
alguna, de su existencia.
El
primer día de clases acababa de finalizar. La víctima se retiró
lentamente. Se dirigió hacia la precaria cancha escolar amurallada
de adobe y a la salida, una esquina fangosa, que daba al camino. Era
difícil cruzar el trecho. Esperó a que los demás pasaran por ahí.
No
se dio cuenta que Velásquez, un bribón del mismo curso, el más
alto y fornido, que el pasado año había reprobado del curso, le
había seguido. El inocente lo miró. Velásquez se acercó y le
dijo: “Sabes que eres un sonso, un cojudo”. Le tumbó de un
puñetazo. “No le dirás nada a tus padres: son unos pobres y unos
infelices evangélicos”.
Y
Velásquez se lanzó sobre el apenado niño, golpeándole el rostro
hasta sangrarle la nariz.
Manuel
no pudo resistir la bravura del marrullero y desistió. Como en un
sueño su existencia agonizó. La sangre corrió maratónicamente a
través de sus fosas nasales. El abusivo seguía propinándole
trompadas y pateaduras. Manuel enfrentó su mundo y al mundo al que
había venido. Alguien se asomó para ver lo que pasaba: era Crispín,
el hermano imprescindible, que como gran héroe hizo justicia.
Ahora,
Manuel tiene la conciencia de que el “lugar del suplicio” es como
un panóptico: un lugar que oprime a los seres frágiles como él y
perturba la inocencia de los niños; además, aquel “lugar del
suplicio” despliega la división y diferenciación entre los que
tienen dinero, de los que no.
1
Escritor Alteño.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home