jueves, noviembre 15, 2012

EL ESTADO Y SUS PERVERSIONES



Para mi recordado amigo, Jorge Chirveches Rodríguez


Iván Castro Aruzamen
Teólogo y filósofo


Ya he dicho en algún lugar que lo que hago subido en mi columna, no es sino otra cosa que literatura política; de ninguna manera ésta mi tarea ha sido para confundir ni mucho menos por ponerse al servicio de una iglesia, un gobierno, una causa y/o un partido, y mucho menos para exaltar o endiosar un imperio o una idea. Porque sabemos, pues, que quien se pone al servicio de una doctrina sus opiniones y/o fantasías, su manera de pensar y decir las cosas, está tan alejada del compromiso estético que exige la literatura y, se convierte nada más y nada menos en objeto de una absoluta repugnancia moral y ética. El libre pensamiento, que es la guarida desde donde he lanzado mis dentelladas y en la cual me siento como un zorro –en el sentido más digno de saber muchas cosas, y no en el peyorativo de ladino y cobarde– he buscado luchar incansablemente contra las falsas mascaras de una moral anodina y relativa, propia del mundillo de los políticos, pero, sobre todo he querido apuntar hacia instituciones sociales convertidas gracias a la burocracia, en omnímodos espacios del poder como tal. La literatura política, ha sido eso, crítica y lucha, cuando no marginal, desde Swift, Joyce, Laclos o Proust; y en Hispanoamerica desde Cervantes, Umbral, Donoso, Bolaños, Benedetti, la opinión literaria política ha sido una suerte de contra corriente y, por tanto, subversiva antes que ideológica. Así, la literatura política pasando por Octavio Paz, Vargas Llosa, Pérez Reverte, sin proponérselo ha sido una titánica tarea demoledora de los intereses, de las mezquindades del poder, la intriga, practicada por los poderosos. La idea y la construcción de Estado, en América Latina, por esa herencia promiscua española del caudillo, ha oscilado siempre y continuamente entre dos extremos peligrosos, que han terminado por hacer del Estado tan sólo una máquina justificadora y enmascaradora de los poderes más sangrientos: el maniqueísmo del propagandismo y el servilismo del funcionario. De ahí que hayamos asistido a lo largo de nuestra historia a ver cómo se levantaba un Estado nacional sobre la base de un doctrinarismo aberrante, confesional y, hasta con tintes clericales, en el sentido más laxo de la acepción. Un Estado con esas características jamás sirvió para liberar a los ciudadanos y mucho menos para embalsamarlos con el reconocimiento de su identidad y los derechos más elementales; al contrario, el Estado que se fue haciendo durante más de siglo y medio, no era sino un palco desde donde se difundía un conformismo alimentado por el culto y veneración a los monumentos revolucionarios de la época. El Estado en Latinoamérica –no sólo ha constituido, como diría Ernesto Cassireir, un mito– además de ser una idea pura, ha llegado a ser la cueva de evangelistas inflamados de una pasión aventurera y cantera de un sentimiento de secta militante, y, sobre todo, el terreno donde han proliferado los propagandistas y apologistas de sinuosas prácticas político–partidarias. Y cuándo no, el Estado ha servido como palestra desde donde los déspotas, torturadores y verdugos, han contemplado excitados los desfiles y procesiones de los más variados ritos revolucionarios. Por esa razón, la historia del Estado en nuestros países está salpicada de persecuciones, castigos, desapariciones, asesinatos, censuras, que se han solapado con el manto de la impunidad. Y así frente al Estado burocrático, invisible y extremadamente peligroso para el ciudadano, desde el republicanismo hasta principios del siglo XXI, ha habido quienes sin pertenecer a partido ni iglesia alguna, ni ideología de moda, han elevado su voz en franca rebeldía, de manera libre y marginal, para denunciar a ese fantasma que ha recorrido impertérrito, todo el siglo XX, el Estado, un personaje que no tiene rostro, pero que sus tentáculos se extienden por todos los resquicios de la sociedad, unas veces como expresión política, otras como contrabando y subversor de la ley, otras como la ley misma encubriendo oscuros intereses particulares, en suma, un pulpo que estruja la conciencia crítica y socaba la libertad. Por eso, toda literatura política jamás debe estar al servicio de una causa, sino acometer la tarea de mostrar y expresar la realidad más real: hambre, sumisión, explotación, injusticia, guerra, abuso de poder… y un larga lista de contradicciones que hacen de la vida social de los individuos un cáncer insufrible; pero también develar todas la perversiones del Estado como personaje abominable más que razonar o demostrar algo sobre él.
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