Claudio Ferrufino-Coqueugniot sobre el cine en Bolivia
Por Claudio Ferrufino-Coqueugniot
El cine en Bolivia
Azares de bendición y maldición se ciernen sobre este país,
otrora república, hoy estado plurinacional. Sociedad que ha
vivido de espaldas a sí misma, desde siempre, y que "se
encuentra" (el entrecomillado no es falso), de pronto,
gracias a un proceso coyuntural muy complejo. Esa
aceptación tomará un par de generaciones para madurar.
Largo y sufrido camino por el que esta tierra debe trashumar
hasta decirse a sí misma -y mostrarlo a los demás- que sabe
quien es, qué quiere, hacia dónde va y de dónde viene.
Situación singular si se compara con procesos similares en
otras regiones. Cada rincón del orbe es único, pero creemos
que el nuestro es aquel elegido, no en el sentido mesiánico
de los judíos en Palestina, sino a un nivel metafísico,
etéreo.
No en vano en lo que hoy llamamos Bolivia se jugó, de
principio a fin, desde 1809 hasta 1825, la independencia
americana. Los quince años de lucha brutal contra Iberia en
el Alto Perú aliviaron a los libertadores del norte como a
los del sur, a Bolívar y a San Martín. La conformación,
configuración si desean, de Argentina y del Perú, Colombia y
Venezuela también, se solidificó con la torrente sangre de
los patriotas altoperuanos, indios, cholos, criollos y quién
sabe más, que enfrentaron al imperio con la pasión de los
trópicos, con la inalterabilidad de sus montañas. Esa
sangre anónima, tanta, y tan cercana, es la nuestra, y es
especial; flota por el aire de América.
Semejante bagaje tiene que pesar en el arte. Debiera dar la
posibilidad de crear obras imperecederas en las letras, en
el ecran, en el lienzo y en los aires musicales. Quizá sólo
en la música, que es el arte más cercano a la vitalidad del
pueblo, se alcanzó lo universal. La música popular
boliviana ha trascendido los límites que impone la
geografía. Ella, y la vestimenta diversa que la acompaña,
quedan como muestra permanente del legado humano. Fuera de
los aires populares, nuestra música aún transita la orfandad
de quien no se conoce. Bach no existiría sin la aceptación
de la música del pueblo alemán; Bartok de la húngara. No
bastan imaginación y talento; hay que mirar atrás para ver
nuestros pasos. Así lo hicieron los maestros. Así se debe.
Magnificencia, sobre todo del Ande, porque es el Ande el
centro motor por el que transita nuestra historia, asoma en
la obra monumental, casi épica, de Jorge Sanjinés, un
director-artista cuyas concepciones va validando el tiempo.
Hablo de memoria; son muchísimos años desde que no veo sus
filmes. Mas su obra está asociada a varias oleadas de
bolivianos, y a un idealismo acerca de un mundo mejor que se
ha perdido con las radicales transformaciones de casi dos
décadas; cambio claramente expresado en la psique de las
nuevas generaciones y que el joven director Martín Boulocq
describe así: "Nacidos entre finales de los 70's y
principios de los 80's, somos nietos de la revolución del
52, hijos de las dictaduras y depositarios actuales de la
democracia y el sistema neoliberal. Sin grandes sueños ni
grandes aspiraciones, agobiados por el idealismo frustrado
de nuestros padres, con el peso de una cultura ancestral en
las espaldas y las exigencias de una sociedad consumista, mi
generación es la generación del desinterés". Palabras que
describen una realidad, la de la clase media, ferviente
alimentadora de los idearios revolucionarios de los 60 y 70,
que con la demolición del comunismo semeja perder toda
senda, y que parirá un arte que en opinión de los
prejuiciados idealistas de entonces es amorfo, aburrido,
liviano, carente de interés (igual sucede con la
literatura). Hay que comprender la dinámica que va de un
polo a otro, de Sanjinés a Boulocq, con no sólo altruismo
sino con la posibilidad de comprender y aceptar. Cada época
acuña lo suyo, y nada es mejor que lo otro. Son distintos a
veces, diferentes las más, ya que de una u otra manera ambas
corrientes retratan el devenir de las naciones que ocupan el
territorio. Anoto lo de "clase media", para hacer una
diferenciación con la otra juventud, la mayoría pobre o
desposeída, de la edad de Boulocq o menor, que con el
advenimiento de las masas indígenas a estamentos de poder,
crea y cree (en) noveles ideales, no inferiores a los de las
generaciones pasadas e, incluso, tal vez, con mayor certeza
de concretizarse. Ya ellas alumbrarán su arte, siguiendo
los primeros atisbos del género en documentales como "El
espíritu de Tupaj Katari" (2006), de Humberto Mancilla, o
"La sangre de la Pachamama" (Pablo Solón, 2003).
Sanjinés desde "Yawar Mallku" (1969), pasando por "El coraje
del pueblo" (1971), "La nación clandestina" (1989) y
"terminando" con "Para recibir el canto de los pájaros"
(1995) rebusca un trasfondo analítico-histórico que se hace
hoy premonitorio. Su obra, emblemática per se, forma parte
de los clásicos. Es posiblemente el director más politizado
del cine nacional y, como tal, tiene un espacio de
privilegio en nuestro cine. Habrá nuevas manifestaciones
que sin duda diferirán en mucho de su poética
revolucionaria-indigenista. Puede ser que la confronten.
Surge el tiempo de los realistas. La belleza de Sanjinés
deja espacio a exposiciones más concretas. "Cocalero"
(2007), de Alejandro Landes, lidia con la posible ascención
al poder de un indígena por primera vez. Aunque nacido en
Brasil, Landes expone una realidad boliviana que tendría que
incluirlo como parte del cine nacional. Tal vez esta
separación física permite a su retrato la validez de carta
de presentación desapasionada del panorama político previo a
la presidencia de Evo Morales. No hablo de "Evo pueblo"
porque no la he visto.
Una cronología del cinema local tendría a lugar. Prefiero,
sin embargo, hablar con digresiones y con referencias de
este fenómeno. Existen trabajos -de Gumucio Dagron y de
Carlos Mesa- cuya excelencia aclara los entretelones de esta
forma artística en nuestra sociedad.
Antonio Eguino podría ser heredero de Jorge Sanjinés, pero
no lo es. Eguino, a pesar de compartir una actitud
militante, opta por un cine que se adecúa al concepto
general que de él se tiene. Cineasta profesional, lo que
pierde en arte lo gana en destreza y su obra culmina con su
más lograda cinta: "Los Andes no creen en Dios" (2005), que
es una producción comparable, en técnica y desarrollo, a
cualquiera de los países limítrofes o latinoamericanos. Con
leves deficiencias de actuación, eterno drama del cine
nacional, "Los andes..." tiene una vital narrativa que la
hace atrayente. Basada en un tríptico de du Rels, autor
franco-boliviano, conlleva garantía de amenidad, interés,
belleza, paisaje, misterio, al que el cine de masas aspira,
sin ser por ello mero objeto comercial. Este director
comprende que a través de las imágenes se da a conocer un
país. Mientras Sanjinés penetra en los arcanos de las
luchas sociales, Eguino aspira a universalizar Bolivia en la
pantalla. Su último intento lo logra. No sé cuán vasta
haya sido su expansión afuera, pero éste es un producto Made
in Bolivia a mucha honra. Hay públicos, la mayoría a no
dudar, para quienes el cine es entretenimiento, y mediante
Antonio Eguino conseguimos trashumar por la misteriosa
nación andina y soñar.
En "Amargo mar" (1984), y junto al punto de vista crítico de
la historia, ya el cineasta busca lo que explico: reflexiva
amenidad. Uno de los soportes de su arte es su extremada
minuciosidad en cuanto al ambiente. Eso le da impronta y
amplía las perspectivas de internacionalizarlo. Quién no
desea ver recreado un ambiente exótico, distinto, de países
diversos. Y Bolivia, según lo entiende Eguino y también lo
entiendo yo, es un cúmulo de belleza y tesoros listos para
mostrarse. Algo que hace Werner Herzog (incluso con la
pesadumbre moral de sus guiones) y a donde Eguino aspira a
acercarse, a pesar de no alcanzar el aura poderosa de los
filmes del alemán todavía. "Fitzcarraldo", y por qué no
"Aguirre", bien podrían hacerse en Bolivia con Eguino. Con
un detallista de tal nivel, el cine histórico y/o literario
boliviano puede de seguro enriquecerse y trascender.
Siguiendo con la larga lista de realizadores paceños (la
bizarra magia de su ciudad la culpable) hallamos a Marcos
Loayza, quien, a decir de Juan Pablo Piñeiro con acierto,
añade (en "Cuestión de fe", 1995) el humor a un cine
nacional de excesiva seriedad. Se menciona el hecho de ser
una "road movie", en la tradición de "Mi socio" (Agazzi,
1982), y cuyas resonancias escritas pueden venir -de
soslayo- de la obra de Jack Kerouac como de la lírica de Jim
Morrison. Aunque tal vez sea más preciso anotar la
presencia del pilluelo de la picaresca española, del
Lazarillo de Tormes, por ejemplo, cuyo humor y desdén por la
desgracia han quedado, luego de la conquista, muy arraigados
en el seno del populacho novomundista. La jerga mexicana,
al igual que la boliviana, retorna el tiempo a un pasado
donde la literatura de burla representaba un medio de
inusitado dinamismo, donde etnias perseguidas se escondían
bajo la invención de lenguajes cifrados que derivaron en
calós regionales. En el deambular por los caminos del país,
con una virgen de encargo a cuestas, Loayza se fundamenta en
aquel lenguaje popular, plagado de dobles intenciones y
dobles sentidos. Se burla (como se hace en "Carcasse",
película africana con parecido guión) de la religión, y las
virtudes de la creencia.
En "El corazón de Jesús" (2003), el director continúa con un
retrato pícaro y divertido de la sociedad boliviana. Con
cierto drama que le presta basamento espiritual, esta cinta
es un delicioso paso por un engaño típico de nuestra
idiosincracia. En ella se logra cordura y seriedad en la
actuación. Se aleja del melodrama a que nos acostumbró el
cine nacional, en cuanto a actores, y hay sobriedad aun en
lo jocoso. El ambiente que logra aquí, referido a la mise-
en-scène, supera el de "Cuestión de fe" (de mejor guión).
Esperamos una obra posterior que conjuncione los aspectos de
la poesía de Marcos Loayza acompañados de los avances
tecnológicos actuales.
Rodrigo Bellot es un innovador y hombre de empresa. Formado
en la academia norteamericana, supo aprovechar su condición
ajena en tierra extraña (valga la redundancia) y desarrollar
su primer intento cinematográfico: "Destierro (Exile, 2000),
hasta llegar a su gran éxito de taquilla, "Dependencia
sexual" (2003), que con muestras en decenas de festivales
internacionales dio a Bolivia espacio en el concierto
mundial.
Bellot pertenece a una generación de artistas cuyas metas
son ambiciosas sin ser especulativas. Estudiar el mercado,
profesionalizar el arte, vender lo que el público quiere, no
tiene que estar necesariamente desligado de la creación. Lo
hace Edmundo Paz Soldán en literatura, y Bellot en cine.
Son producto de la globalización, a la vez que estetas
pioneros para una o varias generaciones bolivianas que
tienen que mirar al exterior. Es tiempo de expansión, de
dejar de lado pruritos absurdos que anatemizan el arte como
pobre, fatídico, miserable, maldito. Hay un universo afuera
ávido de descubrir los recovecos del planeta.
La temática de este cineasta cruceño desconoce de alguna
manera la imponente obra de Sanjinés -no con denuesto- y sin
embargo es tan representativa de Bolivia como ella. El
panorama ha cambiado y aunque en política pareciera haber un
retroceso hacia los peldaños del pasado, el proceso
histórico continúa su viaje al futuro, y la sexualidad de
los jóvenes es tan importante como la cosmogonía aymara o
los detalles churriguerescos de la Guerra del Pacífico,
mientras el racismo sigue siendo el tema ineludible de
todos.
Escribí, parafraseando el título del filme de Bellot "¿Quién
mató a la llamita blanca?" (2006), un artículo
crítico(¿Quién mató a Rodrigo Bellot?). Quizá, a pesar de
su éxito como espectáculo, Bellot fue aquí apabullado por un
proyecto de gran ambición. Los rastros del maestro Gus van
Sant exceden los bordes de un filme que podía haber sido,
con menos expectativas, muy bueno. Sustenta las bases de la
fílmica de su autor, pero no logra -sin ser mal titiritero-
dominar los hilos de la narración. Leve falta, si
consideramos que se está trabajando en algo nuevo, en otra
concepción cinemática que no hará sino enriquecer el cine
boliviano. Pero, como en el caso de muchos directores a
quienes no nombro por falta de espacio, hay que criticar lo
que como público consideramos "innecesario". En la crítica
abierta hay frutos; no en la malsana y tendenciosa.
Aguardamos una obra suya sólida y duradera. Su talento y su
visión la auguran.
El ya mencionado Agazzi, Valdivia -con una tercera línea de
concepto acerca de cómo hacer cine- son directores cuyo
trabajo reconocemos importante. "El atraco" (2004) resulta
el thriller más logrado de nuestra historia fílmica y ambos,
Agazzi y Valdivia, coronan con éxito su adaptación de obras
literarias locales: "Los hermanos Cartagena" (1984), de
"Hijo de opa" de la versátil novelista y escritora Gaby
Vallejo, y "Jonás y la ballena rosada" (1995), del laureado
Wolfango Montes Vanucci y su obra homónima.
Anotaremos, antes de morir la hoja, el trabajo, arduo a
veces, pero persistente, constante, de Tonchi Antezana,
orureño de alma cochabambina cuyo filme "El cementerio de
los elefantes" (2008), con la sombría presencia en letra de
los grandes Saenz y Viscarra, se hizo presente con éxito en
el Festival de Cine Independiente de Nueva York. Poco puedo
decir mientras no la vea, pero parece que Antezana ha
llegado a una envidiable madurez que asocia ahora a su
calidad de gran batallador.
Esperé hasta último momento un envío del largometraje de
Martín Boulocq "Lo más bonito y mis mejores años" (2005) que
me prometió el autor. Será para otro comentario. Ansío ver
la obra de un artista cuyas opiniones son coherentes en
cuanto a lo ubícuo de su generación. Interesante, además,
dada la fisonomía -que muchos no esperaban- de una Bolivia
distinta hoy, en apariencia incompatible con los postulados
de estos jóvenes creadores